Saturnino fue el primero en llegar al aeropuerto. Apareció con su cara de palurdo deficiente, tocando cuatro notas tistes con su armónica infestada de purulenta saliva. Le acompañaba su perro sarnoso que ladraba mientras daba vueltas persiguiendo su cola. Vestía camisa de boda, salpicada con restos de aceite apestoso y líquido seminal, sombrero a lo John Wayne, bermudas al más puro estilo guiri, chirucas, calcetines de lana por las rodillas y sostenía en el cuello un pañuelo tricolor. Con la vista al frente, piernas separadas y brazos cruzados en la espalda, aguardó pacientemente la llegada del resto de excursionistas. Se creía un auténtico monitor de Boy Scouts. Sus ojos, ictericiosos, de acusado color rojizo por haberse masturbado todo el día, con los párpados repletos de pus, expresaban emoción incontenible y orgullo por la estúpida iniciativa que acababa de poner en marcha. Nos había invitado a una jornada de senderismo por los Alpes Suizos para conocer el Tausendjährige Tanne, el abeto milenario de las tierras helvéticas. La segundo en llegar fue mi hermana Hurraca. Equipada con un impecable traje beige, cazamariposas para atrapar insectos, y binoculares de ornitólogo para estudiar las aves silvestres, bebía pequeños sorbos de agua de su cantimplora. Estaba visiblemente nerviosa. Sería el primer fin de semana que dormiría fuera de casa y eso la incomodaba. Mi suegra, Anacleta, llegó justo tras mi hermana. La muy idiota calzaba botas militares y pantalón bélico verde. Pese a las adversas condiciones climatológicas, lucía el torso desnudo y una cinta negra se amarraba a su sucio cráneo para evitar que su diminuto cerebro se moviera por el movimiento. La pobre desgraciada, se creía el mismísimo Rambo, e incluso imitaba torcimiento de su labio inferior provocado por el grito salvaje ante la descarga brutal de munición.
La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Tras una breve demora por tareas de mantenimiento, en la que los mecánicos arreglaron la hidráulica del avión con cinta aislante, subimos la aeronave que nos transportaría a los Alpes suizos.
La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Tras una breve demora por tareas de mantenimiento, en la que los mecánicos arreglaron la hidráulica del avión con cinta aislante, subimos la aeronave que nos transportaría a los Alpes suizos.
Volábamos con Ryanair y aquello parecía un mercadillo. El viaje en avión fue bastante rápido, con las azafatas vendiendo romero y cebollas, pero el vuelo se me hizo un poco pesado por el resto pasajeros. Los típicos chavales, muchos de ellos con una dosis de alcohol de más, con ganas de fiesta. Llegamos a nuestro destino, adelantándome a todos, y dando el primer aplauso en la típica y absurda ovación que se rinde al comandante del avión tras el aterrizaje.
Un helicóptero a pie de pista nos aguardaba para trasladarnos al monte de la Jungfraujoch. Cuando llegamos, las carpas que instalamos en el campo base fueron azotadas por un feroz viento que duró toda la noche. La temperatura había bajado hasta -30º. Hacía un frío de tres pares de cojones. Encendimos una hoguera y cocinamos los víveres. Charlamos animosamente, cantando y bailando ridículas melodías. Comíamos cochinillo asado para la ocasión, y bebíamos grandes sorbos de vodka y tequila para combatir el frío. Brindábamos con nuestras petacas a la luz de unos candiles de queroseno mientras oteábamos la oscuridad que nos rodeaba preguntándonos si desde la espesura nos contemplaban otros ojos. Anacleta presentaba claros signos de hipotermia, con el pulso bajo y los labios morados. Ahora ya no se creía Rambo. Saturnino, mientras practicaba felaciones a su botellín de cerveza, explicaba con suma implicación sus experiencias militares como soldado de la Legión, en misiones secretas en la selva panameña, técnicas de supervivencia y un sinfín de historias fantasiosas. Para dar credibilidad a sus narraciones, empezó a vocear gorgoteos y extraños sonidos guturales:- “ Uhuuuuaa graag”, “Uhuuuuaa graag”, “Uhuuuuaa graag”-. Pobre retrasado. Creía comunicarse con las ardillas. Tras engullir el manjar, nos acostamos.
La tropa se despertó cuando el sol ya estaba decididamente posicionado en el cielo, acariciando los blancos y las rocas. Fui el último en salir de la carpa. Aunque pasé la noche con los pies helados por que se habían humedecido mis medias, dormí como un bebé.
El día se presentaba espectacular para tener un muy buen descenso. Desarmar las carpas resultó ser nada fácil; el frío y el viento complicaban el despojo de nuestras tiendas y afectaron el humor de mis suegros. El guía que se había contratado, decidió llamar por radio a un porteador para que bajara nuestro equipo más pesado. Para cuando éste llegó a nuestro encuentro ya teníamos nuestras mochilas listas. Eran las 12:00 hs cuando emprendimos el descenso para descubrir el jodido abeto milenario. El panorama era complicado; un descenso difícil con el suelo húmedo, y casi imposible, caminando sobre la gruesa capa de nieve que cubría la piel de la montaña. Los pies nos resbalaban en todo momento y era muy arduo descender. Cada paso hacia adelante exigía un esfuerzo heroico. Saturnino guiaba lentamente a Anacleta, evitando que cayese en el abismo de su vértigo.
Mi rostro pálido empezó a sudar como un cerdo apestoso. Tenía hinchado el colon que me pedía a gritos evacuar misiles por el esfínter. Me encendí un cigarrillo, me bajé los pantalones y me puso en cuclillas entre los matorrales. Me balanceaba de un lado a otro, apretando con fuerza el punto caliente del vientre. Tenía los ojos rasgados y vidriosos de tanto constreñir los intestinos. Chillaba como un perro al que están apaleando brutalmente, gritando como si tuviera que cagar por el culo afilados cristales. Después de un esfuerzo enorme logré expulsar un excremento sanbernardiano. Había cagado en un arbusto de hiedra venenosa. El contacto de mi culo y genitales con el arbusto tóxico me ocasionó salpullidos, erupciones cutáneas y una extraña reacción alérgica que erectó mi pene de forma perpetua. Parecía que tenía el falo de yeso. Los cóndores pararon en mi pene a descansar.
Seguimos descendiendo entre aquellas dunas de nieve. Cada paso era un calvario, un suplicio. Los ojos se me llenaron de lágrimas por el martirio que estaba padeciendo. Pero, sabiendo que no había alternativa, me mordí el dolor en silencio y seguí andando. El frío, el cansancio, el hambre, el dolor, el miedo, la angustia... Toda el descenso era un infierno.
De pronto un aullido frío, duro, salvaje, surcó el viento, como un cuchillo, cortando nuestra sangre helada. Era un oso. Una enorme figura oscura apareció entre los arbustos. Se trataba de un gigantesco oso de color marrón de 400 kg. Su aspecto era feroz y amenazante. El plantígrado berreaba unos rugidos atronadores. Parecía herido. Levantado sobre sus patas traseras, ladeaba la cabeza. Los berridos hicieron vibrar todos nuestros huesos. Se acercó a Anacleta. El oso, babeando, abrió sus fauces y rugió con tal fuerza que mi suegra pudo ver el fino velo de su paladar. No estaba herido. Estaba en celo. El salvaje mamífero la embistió por detrás, perforándole brutalmente el culo. El mimoso osito rosnaba, mostrando sus afilados dientes y espuma salival en su hocico. La nieve se esparcía bajo las arremetidas del libidinoso y excitado plantígrado. Anacleta chillaba aterrada por el dolor que le afligían 90 centímetros de falo animal. Recibía despiadados zarpazos en la cabeza. Fueron diez minutos de dolorosa pesadilla. Los gritos del claro enmudecieron. Con paso torpe y cansino, el oso se retiró adentrándose en la tupida masa arbórea.
Mi rostro pálido empezó a sudar como un cerdo apestoso. Tenía hinchado el colon que me pedía a gritos evacuar misiles por el esfínter. Me encendí un cigarrillo, me bajé los pantalones y me puso en cuclillas entre los matorrales. Me balanceaba de un lado a otro, apretando con fuerza el punto caliente del vientre. Tenía los ojos rasgados y vidriosos de tanto constreñir los intestinos. Chillaba como un perro al que están apaleando brutalmente, gritando como si tuviera que cagar por el culo afilados cristales. Después de un esfuerzo enorme logré expulsar un excremento sanbernardiano. Había cagado en un arbusto de hiedra venenosa. El contacto de mi culo y genitales con el arbusto tóxico me ocasionó salpullidos, erupciones cutáneas y una extraña reacción alérgica que erectó mi pene de forma perpetua. Parecía que tenía el falo de yeso. Los cóndores pararon en mi pene a descansar.
Seguimos descendiendo entre aquellas dunas de nieve. Cada paso era un calvario, un suplicio. Los ojos se me llenaron de lágrimas por el martirio que estaba padeciendo. Pero, sabiendo que no había alternativa, me mordí el dolor en silencio y seguí andando. El frío, el cansancio, el hambre, el dolor, el miedo, la angustia... Toda el descenso era un infierno.
De pronto un aullido frío, duro, salvaje, surcó el viento, como un cuchillo, cortando nuestra sangre helada. Era un oso. Una enorme figura oscura apareció entre los arbustos. Se trataba de un gigantesco oso de color marrón de 400 kg. Su aspecto era feroz y amenazante. El plantígrado berreaba unos rugidos atronadores. Parecía herido. Levantado sobre sus patas traseras, ladeaba la cabeza. Los berridos hicieron vibrar todos nuestros huesos. Se acercó a Anacleta. El oso, babeando, abrió sus fauces y rugió con tal fuerza que mi suegra pudo ver el fino velo de su paladar. No estaba herido. Estaba en celo. El salvaje mamífero la embistió por detrás, perforándole brutalmente el culo. El mimoso osito rosnaba, mostrando sus afilados dientes y espuma salival en su hocico. La nieve se esparcía bajo las arremetidas del libidinoso y excitado plantígrado. Anacleta chillaba aterrada por el dolor que le afligían 90 centímetros de falo animal. Recibía despiadados zarpazos en la cabeza. Fueron diez minutos de dolorosa pesadilla. Los gritos del claro enmudecieron. Con paso torpe y cansino, el oso se retiró adentrándose en la tupida masa arbórea.
Volvimos de nuevo a progresar sobre nieve, muy húmeda, tanto que me hundía hasta la cintura con demasiada frecuencia. Íbamos buscando rocas, saltando de isla en isla siempre que podíamos. De repente, se levantó viento y se desató una nevasca tal que no pudimos ver nada. En un minuto, el camino quedó cubierto de nieve, el paisaje desapareció en una oscuridad turbia y amarillenta a través de la que volaban los blancos copos de nieve; el cielo se fundió con la tierra. Pasaron diez minutos y el bosque seguía sin aparecer. Marchábamos, exhaustos y a pesar de que a cada momento nos hundíamos en la nieve, estábamos bañados en sudor. Inesperadamente el temporal se calmó y las nubes se alejaron. Ante nosotros se extendía una llanura cubierta de una alfombra blanca y ondulada. Y a lo lejos, lo divisamos. Lo habíamos conseguido. El imponente Tausendjährige Tanne ante nuestros ojos.
Siempre logra sorprenderme con sus posts y sacarme una sonrisa.
ResponderEliminarFeliz fin de semana a tod@s.
Menudos descubrimientos hace usted....Entre las ruinas mayas y el fálico abeto milenario no quiero llegar a imaginar que descubrirá entre las pirámides de Egipto....
ResponderEliminarExcelente aventura.
Pobre Anacleta,,,,
ResponderEliminarSu fan incondicional.
Mi querido Anastasio, me esta usted matando de risa con esta historia, pese a que intuía el final,,,,
ResponderEliminar:D..Saludos y un beso
¡Diantres!
ResponderEliminarQue BLog + bueno!!!
joder, me siguen gustando infinitamente cada vez más tus textos.
ResponderEliminar!!Hola Don Prepuzio!!
ResponderEliminarQ maravilloso post.Felicidades.
Otra seguidora.
Un post genuino,autentico y magistral,me he reído como no lo había hecho en mucho tiempo jajajaja.
ResponderEliminar!Tiene usted arte para dar y tomar,munn amí!
Enhorabuena
No puedo parar de reir!!! XDDDD
ResponderEliminarEs que me lo imagino ahí, mirando incrédulo el abeto... No puedo, no puedo.
Un besote!!
Usted es genial, ... Jajajajaja
ResponderEliminarMuaksssssssss
JAJAJAJAJAJAJAJA k partida ;)
ResponderEliminarSu mente es perversa, diabólica y sin duda fálica.
ResponderEliminarGenial Don Prepuzio.
Lo del oso con su suegra Anacleta, sublime.
ResponderEliminarHa sido estupendo
Quedarse mas muerta de risa creo que no se puede.
ResponderEliminarEn fin, un precioso blog, aunque eso muchas personas lo habran dicho antes.
jajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja...........
ResponderEliminaraaaaaaaayyyyy
jajajajajajajajajajajajaja
SUBLIME¡¡¡¡
Qué risas,lo ha bordado el post.
ResponderEliminarFantastico post,que hariamos los Viernes sin su sentido del humor,,,,
Besazoooooooo
Lo de su hermosa suegra con el oso, absolutamente genial.
ResponderEliminarEstá que se sale!
Joder!!! Como ha crecido el árbol desde la última vez que lo vi¡¡¡¡
ResponderEliminargenial, como siempre...
ResponderEliminarComo urologo, he visto mas penes en este blog que en mi consulta.
ResponderEliminarsiempre que entro aqui me parto.
Saludos blogueros
Irse de marcha con Ud. debe ser la hostia!!!
ResponderEliminarAquí una voluntaria....
jajajajajajaja kafkiana la aventura!
ResponderEliminarEnormeeeeeeeeee, jajajajajaja
ResponderEliminarya me gustaria a mis ser la mitad de capulla de lo que tu eres jajajaja
ResponderEliminarufffff que buena pinta tiene ese pinabete,,,,
ResponderEliminarSr Anastasio Prepuzio
ResponderEliminarLa risa me impide dejarle un comentario conveniente.
Intentaré volver más tarde
sus experiencias son muy surrealistas.
ResponderEliminarLa proxima vez que organice un viaje, avíseme.
besos
¡qué humor que tiene este hombre!
ResponderEliminarMuy bueno, ¡buenísimo!
El simpático y adorable osito, debía estar muy necesitado....Copular con Anacleta....Me tapo los ojos.
ResponderEliminarQué brutico eres!!jaajajaja
ResponderEliminarSu blog y usted me apasionan.
ResponderEliminarLe besa con matices,
Nº13
Pensaba que estaba ya todo escrito y veo que no...sus anécdotas son dignas de admiración, tiene usted una vida muy interesante.
ResponderEliminarMe es extrañamente familiar el Tausendjährige Tanne aún sin haber oído hablar antes de él, pero lo que más me ha llamado la atención y sorprendentemente a usted no, es el hecho de cómo la pobre Anacleta ha conseguido recobrar el caminar y acabar la excursión. Supongo que a ella ver el abeto milenario no le ha provocado demasiada emoción.
Y una duda, ¿cómo está su pene?, ¿ha vuelto a su posición flácida original?
Lo del cóndor descansando en su glande no tiene desperdicio.
ResponderEliminarGenial.
Que originales propuestas tiene su 'suegro'.
ResponderEliminarPor cierto, como dice Aina,
¿Cómo tiene su pene???
Es usted la hostia!!!
ResponderEliminarJAJAJAJAAJAJAJA
ResponderEliminarlo del arbusto de hiedra venenosa me ha matado xDDD
Ir en aviones baratos
ResponderEliminarpara subir a altas cumbres
no son muy buenas costumbres,
pues precisan aparatos
para evitar que se pierdan
y no haya osos que les muerdan.
Mis muy cordiales saludos.
Joder que grande eres Anastasio.
ResponderEliminarY tu Carlos no te quedas corto...
jajaja nos tendrá que dar el nombre del arbusto para utilizarlo como sustitutivo del Viagra.
ResponderEliminarjajajjaja que bueno, Como está anacleta tras su experiencia zoofílica?¿
ResponderEliminarLas secciones con sus desventuras me encantaaaan :D De las mejores, sin duda. Siga así, srto. Capullo. (;
ResponderEliminarjajajajaja
ResponderEliminarGenial.
Ese abeto me resulta familiar,,,,,Juraría haberlo visto en algún que otro sitio,,,
ResponderEliminarApreciada y bellísima Aina,
ResponderEliminarTodavía tengo el falo como una estaca.No vea que porrazos le doy a las puertas.
Apreciado Carlos,
ResponderEliminarGrande es su aportación.
Siempre agradecido que deje sus duchos comentarios en tan absurdo blog.
Un abrazo amigo.
Agradable como siempre el leerte.
ResponderEliminarUn saludo
¿molesto?
ResponderEliminarLas azafatas que te venden romero no vuelan con RyanAir porque son las de Gipsyjet.