A través
de la orbicular claraboya el mar se agitaba; se apreciaba escarpado, casi
montañoso.
Estaba
cansado, deshidratado, exánime.
Abrí la
ventana y descubrí el abrupto fondeadero de Puerto Paphos, una de las principales arterias del mercadeo
marítimo del mediterráneo.
Los
pájaros esbozaban diagonales imposibles sumergidos en un alba plomiza,
casi sucia, que se abría paso a regañadientes entre la bruma que rociaba
aquella remota aldea chipriota.
Había
conseguido infiltrarme en los muelles de Cádiz para amagarme en un buque
carguero destino Chipre.
Escondido durante
10 días en la bodega de aquel ciclópeo navío, debajo de los motores, en un
pequeño zulo en el que apenas podía extender mi metro cincuenta, llegué como
polizón a tierras pseudo-otomanas.
Mi
hermana Hurraca debutaba como volatinera en
un espectáculo circense local, y no quería perderme su función.
Su
sueño siempre fue ser artista. Ser parte de un circo, formar parte del pueril y
mágico mundo de la farándula. Dotada de congénitas aptitudes para
ello, superó con éxito las arduas pruebas de selección y fue contratada como
diva en el Gran Circo de Chipre.
El pálido
sol de octubre iluminaba ya sin calentar cuando la fragata amarró en la
dársena. Sin ser visto, salí del mercante y llegué a tierra firme.
La ciudad, anaranjada, color de barro, destilaba hedor a cloaca, a especias y a pescado
pútrido.
Tipos con clámide y grotescas sandalias, señoras hirsutas, bicicletas y
algún carro remolcado por un parasitado jumento.
Frente al muelle, desdentados comerciantes pugnaban por hacerse
con la atención de los pocos extranjeros que pululaban por el lugar, en su
mayoría intrépidos mochileros.
De una
inmunda taberna, irradiada por ambarina luz, salían torpes sonidos de una
pianola, porrazos de palmadas contra la mesa y gritos ebrios y metálicos.
En un
aguaducho, entre centollos violáceos y odoríferos crustáceos, relucía el oro áspero
de unos limones. Su tendera, sentada en una vieja silla de mimbre, había bajado
sus calzas hasta la altura de los tobillos para atraer a las moscas y, evitar así,
que éstas revolotearan sobre el marisco.
Una voz de
cobre, helénica, me habló desde una ventana. Era un decrépito lugareño
que, en un inglés monosílabo, se ofreció como taxista.
Hora y
media después, llegamos a un vertedero, dónde el circo había levantado su carpa.
El viento
otoñal mecía ligeramente la lona que cubría el ruedo.
Me acomodé
en primera fila.
Bacanal de cornetas, hercúleos trombones, un bombo y un piano que sonaba dulce. Colores, muchos colores, y las luces majestuosas, centelleantes fulgores que quebraban la oscuridad bajo la carpa del circo.
Bacanal de cornetas, hercúleos trombones, un bombo y un piano que sonaba dulce. Colores, muchos colores, y las luces majestuosas, centelleantes fulgores que quebraban la oscuridad bajo la carpa del circo.
En una
esquina del entoldado, algo comenzó a tomar forma. Un decadente individuo, apareció
en el escenario. Vestido con pantalones de fieltro atezados,
bordados en ámbar y adornos afrancesados, se plantó en el centro de la arena.
El brillo
bermejo nos cegó por un instante. Y el hocico rojo habló: – Bienvenidos al Gran Circo de Chipre-.
De la
escasa veintena de personas dispersadas por las gradas desmontables, apenas la mitad
aplaudieron con entusiasmo.
Agarré una moneda de 2 € y la despedí brutalmente contra el rostro del caduco
payaso, ocasionándole una aparatosa brecha en la frente.
Los colores parecían vibrar con la música y la delicada melodía del organillo era acompañada por bombos y platillos.
Los colores parecían vibrar con la música y la delicada melodía del organillo era acompañada por bombos y platillos.
Se escuchó
un descosido ululato; era la resquebrajada e inconfundible voz
del payaso herido, que se despedía tras su burda actuación.
Apareció
en escena el trapecista.
Iluminado
por dos potentes focos, aquel hombre de brazos musculosos y lívida y reluciente
tez, desafiando las leyes de la gravedad, haciendo gala de su innata
habilidad psicomotriz, se balanceó saltando de trapecio en trapecio con
precisión milimétrica. Tras el eterno redoble de tambores,
aquel extraordinario atleta, con la agilidad del viento, nos deleitó con un
irrepetible cuádruple salto, por supuesto, mortal.
Tras
retirar el cadáver, brotó entre una densa capa de humo, el
contorsionista, que entre la espectacularidad de dos hermosos tigres
de bengala enjaulados, que rugían con una fastuosidad imborrable, nos embelesó
con su show en el que consiguió practicarse una autofelación.
Después de
las humildes actuaciones del faquir y del domador de leones, redoblaron
tambores, se encendió un reflector que alumbró la pista y apareció un grotesco
y seboso individuo vestido de gala: galera, botas, traje y guantes. Tenía
unos bigotes como el manubrio de una bicicleta, usaba un birrete de copa y
destilaba un nauseabundo hedor a esperma de paquidermo. Saludó haciendo una
irrisoria reverencia y presentó el show final.
Los
espectadores rugieron entusiasmados.
Había
llegado la hora de mi hermana.
Un foco
autoritario se abrió paso en la oscuridad, emergiendo de entre los
telones una grotesca alimaña cruce de primate caucásico y hembra de la
tribu burundunga; un ser impío, desedeñado, una falacia de la realidad.
Era mi estimada Hurraca.
Apareció corriendo por el escenario, con la exquisitez de un corcel, brioso e indómito, la sutileza de una bailarina tribal y la elegancia de un cisne.
Vestía un corpiño ceñido, vaporosa y ligera falda y borceguí de media caña. Espantosamente maquillada, procedió a un momento de meditación.
Con un
profundo suspiro y pausa medida que sirvió para alimentar la expectación
del público y calmar sus propios nervios, Hurraca ejecutó su acrobacia: