miércoles, 25 de septiembre de 2013

EL DEBUT DE HURRACA

A través de la orbicular claraboya el mar se agitaba; se apreciaba escarpado, casi montañoso.
Estaba cansado, deshidratado, exánime.
Abrí la ventana y descubrí  el abrupto fondeadero de Puerto Paphos, una de las principales arterias del mercadeo marítimo del mediterráneo.
Los pájaros esbozaban diagonales imposibles sumergidos en un alba plomiza, casi sucia, que se abría paso a regañadientes entre la bruma que rociaba aquella remota aldea chipriota.
Había conseguido infiltrarme en los muelles de Cádiz para amagarme en un buque carguero destino Chipre
Escondido durante 10 días en la bodega de aquel ciclópeo navío, debajo de los motores, en un pequeño zulo en el que apenas podía extender mi metro cincuenta, llegué como polizón a tierras pseudo-otomanas.
Mi  hermana Hurraca debutaba como volatinera en un espectáculo circense local, y no quería perderme  su función. 
Su  sueño siempre fue ser artista. Ser parte de un circo, formar parte del pueril y mágico mundo de la farándula. Dotada de congénitas aptitudes para ello, superó con éxito las arduas pruebas de selección y fue contratada como diva en el Gran Circo de Chipre.
El pálido sol de octubre iluminaba ya sin calentar cuando la fragata amarró en la dársena. Sin ser visto, salí  del mercante y llegué a tierra firme.
La ciudad, anaranjada, color de barro, destilaba hedor a cloaca, a especias y a pescado pútrido.
Tipos con clámide y grotescas sandalias, señoras hirsutas, bicicletas y algún carro remolcado por un parasitado jumento. 
Frente al muelle, desdentados  comerciantes pugnaban por hacerse con la atención de los pocos extranjeros que pululaban por el lugar, en su mayoría intrépidos mochileros.
De una inmunda taberna, irradiada por ambarina luz, salían torpes sonidos de una pianola, porrazos de palmadas contra la mesa y gritos ebrios y metálicos. 
En un aguaducho, entre centollos violáceos y odoríferos crustáceos, relucía el oro áspero de unos limones. Su tendera, sentada en una vieja silla de mimbre, había bajado sus calzas hasta la altura de los tobillos para atraer a las moscas y, evitar así, que éstas revolotearan sobre el marisco.
Una voz de cobre, helénica, me habló desde una ventana. Era un decrépito lugareño que, en un inglés monosílabo, se ofreció como taxista.
Hora y media después, llegamos a un vertedero, dónde el circo había levantado su carpa.
El viento otoñal mecía ligeramente la lona que cubría el ruedo.
Me acomodé en primera fila. 
Bacanal de cornetas, hercúleos trombones, un bombo y un piano que sonaba dulce. Colores, muchos colores, y las luces majestuosas, centelleantes fulgores que quebraban la oscuridad bajo la carpa del circo.
En una esquina del entoldado, algo comenzó a tomar forma. Un decadente individuo, apareció en el escenario. Vestido con  pantalones de fieltro atezados, bordados en ámbar y adornos afrancesados, se plantó en el centro de la arena.
El brillo bermejo nos cegó por un instante. Y el hocico rojo habló: – Bienvenidos al Gran Circo de Chipre-.
De la escasa veintena de personas dispersadas por las gradas desmontables, apenas la mitad aplaudieron con entusiasmo.
Agarré una moneda de 2 € y la despedí brutalmente contra el rostro del caduco payaso, ocasionándole una aparatosa brecha en la frente.
Los colores parecían vibrar con la música y  la delicada melodía del organillo era acompañada por  bombos y platillos.
Se escuchó un descosido ululato; era la resquebrajada e inconfundible voz del payaso herido, que se despedía tras su burda actuación.
Apareció en escena el trapecista. 
Iluminado por dos potentes focos, aquel hombre de brazos musculosos y lívida y reluciente tez, desafiando las leyes de la gravedad, haciendo gala de su innata habilidad psicomotriz, se balanceó saltando de trapecio en trapecio con precisión milimétrica.  Tras el eterno redoble de tambores, aquel extraordinario atleta, con la agilidad del viento, nos deleitó con un irrepetible cuádruple salto, por supuesto, mortal.
Tras retirar el cadáver, brotó entre una densa capa de humo, el contorsionista, que entre la espectacularidad de dos hermosos tigres de bengala enjaulados, que rugían con una fastuosidad imborrable, nos embelesó con su show en el que consiguió practicarse una autofelación. 
Después de las humildes actuaciones del faquir y del domador de leones, redoblaron tambores, se encendió un reflector que alumbró la pista y apareció un grotesco y seboso individuo vestido de gala: galera, botas, traje y guantes. Tenía unos bigotes como el manubrio de una bicicleta, usaba un birrete de copa y destilaba un nauseabundo hedor a esperma de paquidermo. Saludó haciendo una irrisoria reverencia y presentó el show final.
Los espectadores rugieron entusiasmados.
Había llegado la hora de mi hermana.
Un foco autoritario se abrió paso en la oscuridad, emergiendo de entre los telones una grotesca alimaña cruce de primate caucásico y hembra de la tribu burundunga; un ser impío, desedeñado, una falacia de la realidad. Era mi estimada Hurraca.  
Apareció corriendo por el escenario, con la exquisitez de un corcel, brioso e indómito, la sutileza de una bailarina tribal y la elegancia de un cisne.
Vestía un corpiño ceñido, vaporosa y ligera falda y borceguí de media caña. Espantosamente maquillada, procedió a un momento de meditación. 
Con un profundo suspiro y  pausa medida que sirvió para alimentar la expectación del público y calmar sus propios nervios, Hurraca ejecutó su acrobacia:

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miércoles, 18 de septiembre de 2013

EL PUNTO G

Insomne y hastiado, acecho la llegada del alborecer, tendido sobre unas sábanas revueltas, huérfano de prendas, rodeado por una orgía de inmundicia y putrefactos residuos.
El dormitorio permanece a oscuras, excepto por algunos tiznes de luz velada y gualda que se filtran desde la calle formando dos ingentes figuras fálicas en el escarbado techo de la habitación.                                                  
Una colilla de tabaco negro flota, guillotinada, en el agua de un vaso sobre la vieja mesita tomada por trozos de papel higiénico salpicados de esperma
Olfateo el aire tal canino labrador, y éste me acarrea un fresco aroma a tierra empapada.
Sello los ojosInspiro hondo y exhalo el aire, tardo, despacio, pausado. Percibo el suntuoso silencio del alba. Me excito. Tengo una erección.
Me incorporo sobre el jergón y apoyo los pies en el suelo de madera; el tacto es raído y fragoso.
Comienzo a admirar la desnuda imagen que devuelve el espejo empotrado en la agrietada pared.
Quedo vacilante, compungido, concentrado en la visualización de los detalles. Mi semblante se  ensombrece al escrutar aquellos decrépitos rasgos.
Un pútrido acné tapiza mi gibosa nariz y frente, dándole un nauseabundo brillo grasiento. Cortezas de caspa reposan sobre mis desnudos hombros y amargos gránulos de cera asoman por mis velludas orejas.
Escruto mis estrábicos ojos, rojos como el ocaso, y me detengo con tribulación sobre las bolsas que descienden bajo mis cárdenos párpados inferiores. 
Examino mis manos, angostas y frías, surcadas por venas prominentes, que arrogantes, exhiben las secuelas de una gonorrea contraída en algún antro de lujuria y anonimato.
Suspiro con profundidad dilatada en el tiempo y 
me abandono por completo a mi cuerpo desnudo, palpando los rincones más impenetrables.
Acaricio mi mórbido cuello, recorro mi transpirada nuca con los dedos y tras lengüetearlos, paso impúdicamente la lengua por mis agrietados labios.
Mi pulgar derecho comienza a juguetear osado con los pezones, sebosos, vastos como el timbre de un castillo, percibiendo una excitación dolorosa, mientras que con el izquierdo, cosquilleo el nacimiento de la espalda, provocando derrames de lava que recorren mis arterias. 
Muevo la pelvis torpe e instintivamente y me aferro a las sábanas. Las venas de mi falo tremolan con lujuria y mi cuerpo palpita, como gobernado por notas invisibles de una orquesta quimérica. 
Cierro los ojos e imagino que mis manos son las de una bella mujer, restregando las curvas de formas imprecisas y amorfas de mi torso.
Manoseo mi diminuto pene, tieso como una estaca, que despunta postinero entre una maleza de vellos. Leve y cuidadosamente al principio. Exigente y vehementemente, después.
Un leve jadeo escapa de mis labios. El placer se torna ahora más agudo y experimento orgásmicas olas de electricidad recorriendo mi espina.
Los primeros rayos de sol triscan con mis pestañas cuando atino a abrir levemente los ojos.
Estoy más excitado que un sodomita en un carro de pepinos.
Quiero más. Anhelo hallar el manantial de placer. Deseo encontrar el punto G, ese portentoso tejido cuya mera estimulación desencadena cataratas de flujo de hombre.
Procedo a abrir con las manos mis velludas nalgas dejando mi ano al descubierto, y agarrando mis gangrenados testículos, me aventuro a masajear el perineo. Con la yema del zurdo dedo primero, esbozando pequeños círculos, incrustando mis picudas uñas sobre la zona bajoescrotal, y con la palma de la mano después.
Me invade una sensación desagradable, irritante, dolorosa,  padeciendo un enojoso espasmo predefecal.   
Hidrato astutamente con saliva una ambarina banana. Decido introducir la entusiasta fruta por mi sombría cavidad rectal, guiándola a través de sus inhóspitas paredes y desgarrando cuantos obstáculos encuentra por el camino.
Me mantengo en silencio, vacío, sintiendo cada gesto, observando sin juzgar. No puedo evitar que mis ojos esputen lágrimas de dolor.
Ni un vestigio del jodido músculo. El punto G se me está resistiendo.
Decido lubricar un espigado bate de béisbol, y lo empotro contra mi esfínter, mancillándolo, introduciéndolo con movimientos circulares, horizontales, perpendiculares, verticales, elípticos, parabólicos, curvilíneos, cinemáticos. Con el trozo de madrea alcanzo el duodeno, la vesícula biliar, el páncreas, la laringe, el lóbulo parietal, pero ni rastro del punto G.
El dolor de mi culo ahora es insoportable, cruel, estomagante.
El silencio de mi habitación se ve interrumpido por una voz trastornada, llena de demencia y de sonoridad inhumana que vocifera burlona: -“ ¡ Depravado !. ¡ A ver si me encuentras ¡”-.
Mi cerebro, vejado e iracundo, planea un astuto plan para localizar al punto G.
-¡ Te voy a encontrar, cabrón !-.





miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA MOZA DE LOS HELADOS

Eran las 15.00 horas de un domingo de Agosto. Ataviado con unos grotescos leotardos de lycra, decidí salir a correr sin rumbo fijo, como me agradaba hacer de vez en cuando. El mercurio mostraba unos risueños 39º C y la humedad lamía el 90 %, condiciones sumamente propicias para la práctica del running.
Deseaba despejarme, sentir cómo el tórrido bochorno canicular acariciaba mi rostro, cómo perlaba de sudor mi devastadora alopecia y empapaba mis frondosas axilas.
Las cigarras crujían en las moreras, los lagartos bostezaban perezosos y las moscas, aturdidas y desmañadas, colisionaban contra los cristales en busca de una sombra.
Tras recorrer un par de kilómetros a ritmo de mp3, llegué a una plazuela sin saber muy bien hacia dónde dirigirme. Advertí que todos los pórticos que cruzaba lucían crespones negros; el difunto debía ser alguien bienquisto en aquel suburbio.
A lo lejos divisé cipreses, señal inequívoca de que allí se ubicaba el camposanto. Con trote rápido me acerqué.
La imagen era estremecedora.
Fuera de los muros una multitud, bajo el sofocante y espeso calor, se había congregado en silencio y de riguroso luto.
Caballeros de húmedas pupilas con semblantes compungidos, desencajados, con una banda negra rodeando el brazo y la cabeza descubierta en señal de respeto. Señoras decaídas que, con gestos pausados y metódicos, se secaban el rimel corrido, en medio de escenas de consternación y una ceremonia de entierro protagonizada por un decrépito cura locuaz.
Reparé como el centenar de personas allí reunidas encubrían sus miradas tras un dosel de tristeza bañado en lágrimas, las lágrimas más acibaradas que nunca sus ojos habían esputado.
Penetré en el cementerio dispuesto a realizar ejercicios de recuperación cuando me topé con una mujer vestida de luto, llorando, casi aullando, frente a una tumba.
Me acerqué, preocupado por el estado lamentable y afligido de la mujer. La señora postrada en el suelo, gemía como una becerra, mustia, abatida, desconsolada. La toqué tres veces en el hombro y le di un sonoro bofetón antes de que ella volteara.
Una bonita hembra, joven, de pelo corto negro y ojos verdes, me miró aturdida por el guantazo.
Le pregunté por quién lloraba.
Me contó que sollozaba por su marido ahogado tras intentar rescatar a una gallina que se había precipitado en un pozo rural.
Le respondí cacareando astutamente el sonido de una gallina que lo sentía mucho, susurrándole al oído una canción de Álex Ubago, en un vano intento por confortarla. 
La abracé, en un estrechón espontáneo, noble, sincero, toqueteando sus nalgas, apretando su pubis contra mi entrepierna.
Volví a galopar ligero, a la vez que triste y cabizbajo, con intención de incorporarme a la fúnebre comitiva.  Los operarios estaban terminando de tapar el nicho con unas rasillas y cemento, al compás de la música de apagado de Windows.
Salí del cementerio sumido en mis absurdas reflexiones.  
Llegué a un parque desconocido para mí.
A pesar de la sofocante calima que hacía hiperventilar a los árboles y sumía al parque en la más absoluta soledad, una pareja de novios adolescentes se escondía detrás de unos arbustos para frotarse como alimañas salvajes, mientras un par de vejestorios pedaleaban en los bancos de aquel hermoso jardín.
Troté hasta a un solitario banco situado junto a un arroyo artificial con puente japonés, que atravesaba la arboleda, y allí me senté.
Habían ubicado un puesto ambulante de helados  en un pequeño cuadrilátero de hierba frondosamente poblado por gran diversidad de flores. Lo regentaba una bellísima moza. 
Era hermosa, pálida como la caseína y sucios cabellos sobre los hombros. Llevaba un vestido atezado que danzaba alegre con cada paso que daba. Unas sandalias casuales dejaban ver unos blancos y velludos pies. Era imposible que esa mujer no llamara la atención. La belleza de aquella fémina era tan extraordinaria que parecía irreal.
Los destellos de sol justiciero impactaron en su  rostro. 
Distinguí los ojos más grandes que nunca  había visto; era una estrella bajada del cielo, excelsa, un ángel, con una sonrisa llena de gratitud. Ese escenario era un espectáculo fascinante para mí.
Entró en el tenderete para un prender un helado. Lo despojó del precinto y se lo llevó a su ensangrentada boca. 
La bella muchacha  miraba el sorbete con los ojos entornados, altiva, como si tuviera en su mano el falo más deseado.
Yo la observaba desde lejos y le sonreía. Empecé a notar un sentimiento, ese sentimiento de tener una opresión en el pecho y ciertas mariposas en el vientre cada vez que visualizaba su cara en mi mente.
Me había enamorado de nuevo.


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miércoles, 4 de septiembre de 2013

CARTA A LA CORTESANA

" Condado de Barcelona, 4 de Septiembre de 2013.

Muy lozana y manceba doncella,
Tras estériles intentos por contactar con vuestra merced, os escribo este remilgado manuscrito con la esperanza de que ilustréis alguna razón a mi sombría existencia, pues hace hoy un año que arrendé vuestras viciosas artes copulativas con el propósito limar el acero de mi exigua y famélica espada, y desde entonces no he dejado de pensar en vos.
Una añada atrás, vuestra merced y quién rubrica este humilde ológrafo, nos entregamos a lúbrica fruición, vasallos de la impudicia y siervos de la liviandad cabalgamos tal becerros en el fango, con las pupilas cerradas, dipsómanos de una mística que convertía en vacuos los fonemas y alumbraba nuevas formas de fornicio.
Aquella vagina que me ofrecisteis, aquella velluda almeja abierta al crepúsculo, aquel aterciopelado cogollo de carbón destilador de pútrido aroma salmónido, hechizó mi ser, extasiándolo, y entre sudor, gemidos y pasión, la tomé, embistiéndola con mi diminuto florete, penetrándola con tan hercúlea fuerza que rompiose la profiláctica funda.
Sabed, aviesa ramera, que pasó ya doce meses sin poder lavar ni emplear mi noble apéndice, y es tal el hedor que exhala mi bajo vientre que las pulcras damiselas rehuyen mi presencia, los gorriones cesan sus gorjeos a mi paso y el picor de la entrepierna, la áspera y deforme textura de reptil saurio arrugado de mi bragadura, se convierte en tormento que me hostiga día y noche y me aboca al ruin vicio de rascarme sin decoro ni pudor.
Desde entonces, apuesta meretriz, impedido he estado para envainar mi sable, incapaz de hallar doncella que acceda a sobar mi tuerto, tropezándome únicamente con artesanos chocolateros que, incomprensiblemente, me acechan como sombras en las noches de luna, mientras me rasco sin sosiego mis partes pudendas.
Anhelo que al recibir la presente se encuentre vuestra merced en benigno estado de salud y que la lepra gonocócica no os haya sometido.
Como comprenderá vuestra merced, esta tesitura en la que me hallo no es plato de buen gusto, ni para pervertido templario ni para santo caballero, y me he visto obligado a abandonar el arte de brochetear la nutria,  pues como os he explicado, soy chacota de toda dama que no cesa de reír a mi costa.
Hoy he tenido la fortuna de cruzarme con un apuesto penitente, y él ha tenido por misericordia el mostrarme el sendero que conduce a los aposentos de un comerciante circense en cuyo espectáculo tengo la firme decisión de formar parte, y poder, por fin, sacar próspero provecho a la infecciosa ofrenda que vos me regalasteis . 
No me veo preparado para ejercer de progenitor del posible bastardo concebido en nuestro fugaz encuentro tal y como os prometí, y menos aún para entregarme en connubio a vuestra merced.
Perdonadme, marrana concubina, si os he faltado a mi promesa y dejad que limpie y restituya mi herida dignidad, pues imposible empresa es restablecer mi masculinidad.
Muy lozana y manceba doncella,
Vendería vuestra merced su alma al mismísimo diablo si os arremetiera esta hórrida picazón que me tiene en carne viva las varoniles partes del mucho rascar, vendería su alma como digo por una medicina que sanara las ulceraciones y pústulas que germinaron tras nuestro carnal encuentro. Yo venderé la mía por tan sólo volverla a ver por unos instantes y apalearla sin piedad.
Que nuestro Señor sacie a vuestra merced de venturas, dulce portadora de venéreas septicemias, que aventuras ya tuvimos bastantes, hija de puta.
Siempre vuestro más fiel caballerizo,

Anastasio de Prepuzio."







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