miércoles, 27 de noviembre de 2013

PUBLICIDAD SUBLIMINAL

La publicidad, junto a Dios Todopoderoso y Hacendado, es omnipresente.
La eximia frase de Robert Guerin: “El aire que respiramos es un compuesto de oxígeno, nitrógeno y publicidad”, ilustra que el reclamo aparece, de forma recurrente e ineludible, como elemento consuetudinario en todos los ámbitos nuestra vida. 
Como contaminación ocular, polución ideológica, informativa o inoculación visual, la publicidad, carburante ideológico del librecambismo, mancilla nuestro amansado cerebro.
Dicha ubicuidad hace que no reparemos en su pernicioso efecto puesto que generalmente no prestamos a la propaganda mucha atención. 
Pero seamos conscientes o no de su presencia, ésta se propala hasta lo más recóndito de la psique del individuo y ejecuta coerción psicológica sobre su voluntad mediante la canalización interesada de las emociones, de los sentimientos, de los deseos, de los temores. 
El individuo cree que actúa libremente, que gobierna sus dictámenes e ideas, pero obra incitado por estímulos o impulsos inconscientes.
El perverso papel de la publicidad es el del adiestramiento de las masas, el vasallaje del hombre a los imperativos del consumo, y la manipulación y sometimiento del ser humano a las grandes corporaciones.
El culto al consumo irracional no puede dar como resultado sino un sujeto manipulado, subyugado y cercenado por un mismo patrón de antemano planificado, un individuo esclavizado sumisamente a los mercantilistas intereses de los que poseen los resortes del poder de la publicidad. 
Y es en la contienda por definir nuestra elección de compra donde el mensaje publicitario se vuelve agresivo.
La incesante búsqueda de potenciales consumidores hace que la publicidad precise constantemente de nuevas y pedigüeñas fórmulas para llamar su atención y destacar sobre los productos de la competencia.
Una de ellas es la  publicidad subliminal.
La publicidad subliminal es un trapacero e insidioso método, transgresor de toda norma ética, que utiliza arteras técnicas de producción de estímulos limítrofes con los umbrales de los sentidos o mediante la taimada utilización de mensajes que actúan en el subconsciente de forma imperceptible a todos los sentidos, pretendiendo influir en la conducta del público objetivo, con la finalidad de lograr la venta del producto.
El mensaje está hábilmente encriptado de forma que el individuo no es consciente de que está recibiendo publicidad de un producto.
Un fotograma, totalmente imperceptible a nuestra percepción sensorial visual, o un sonido que se oculta en un estímulo auditivo son los claros ejemplos de tan adulterina práctica de neuromárketing.
Veamos un indecoroso y reciente ejemplo.
Como todos ustedes conocerán, en el conmovedor y emotivo anuncio de este año de la Lotería de Navidad, cinco conspicuas eminencias musicales del país, aúnan sus voces para interpretar la vibrante 'Canción de la Navidad', consiguiendo con éxito regresar al espíritu primigenio de tan entrañables fechas.
Visualicen el siguiente vídeo. 
(Absténganse enfermos cardiovasculares o quienes sufran ataques epilépticos fotosensibles).


En apariencia, este candoroso anuncio destila emotividad, ternura, apacibilidad. 
Admítanlo, alguno de ustedes habrá tarareado con mayor o menor destreza la balada e incluso otros, habrán derramado párvulas lágrimas. 
Presten atención al siguiente fragmento del mismo anuncio. Si detectan o escuchan algo inusitado, escríbanlo en una hoja de papel.



¿ Y bien ?.
Tonos cálidos, entrañable alumbrado por la luz de cientos de velas, emotivo soniquete de los Niños de San Ildefonso e incluso cegador centelleo irradiado por la nívea dentición de Miguel Rafael Martos Sánchez, Rapahel, pero ni rastro alguno de publicidad subliminal.
Procedamos a desenmascarar este reclamo publicitario.
Cualquier anuncio es proyectado a razón de 25 imágenes o frames por segundo, exactamente el mismo número de fotogramas por segundo que un ojo humano sano es capaz de retener. ( 18 imágenes para estrábicos  y miopes ).  
Conocedores de dicha limitación visual, las codiciosas corporaciones utilizan innovadoras técnicas que les permiten exhibir sus campañas de publicidad a razón de 100 frames por segundo, utilizando hábilmente las 75 imágenes no retenidas por el ojo humano para incrustar el producto que quieren vender.
Ayudados por una de los numerosas y gratuitas herramientas que el ciberespacio nos brinda, desmenuzamos por imágenes este fragmento, obteniendo el siguiente resultado.
Juzguen ustedes mismos.
Cabrones manipuladores...





miércoles, 20 de noviembre de 2013

SKATING CHAMPIONSHIP

El zumbido del disparo de salida que precede al griterío de aliento de los espectadores, hace encamarar, con el grotesco zurriar de sus alas, a una bandada de mórbidas y medrosas palomas.
Sobre el rumor de cientos de banderas que ondean al viento, el sol brilla en su cenit, destellando su hercúleo poder sobre la brea indefinible de la avenida, convertida en vasto e improvisado velódromo.
Los aficionados que anegan la acera rugen asidos por el delirio de este absurdo deporte, y en sus semblantes se puede avizorar la aseveración de la teoría de Charles Darwin sobre la teoría de las especies.
Uno de ellos, en un estrato anterior de evolución, de rostro cuasi-macaco, aplaude demente el comienzo de la final, esputando burdas dicciones que pretenden ser alentadoras. Como si los cornetines hubiese tocado a degüello, la muchedumbre le sigue de inmediato.
Los reclamos por megafonía, las azafatas, los periodistas y los comisarios pulcramente uniformados en la mesa del jurado, otorgan al certamen la solemnidad de una gran competición.
Miller Brown, el otro finalista, neoyorquino criado en el Bronx de 32 años, inicia su exhibición.
Tez morena, porte orgulloso, agilidad africana. Blusón ancho, hiperlaxos bombachos, macromedallón de oro; uniforme impecable incluso en los detalles más nimios y rígida disciplina.
Verlo de espaldas, semeja a refinado flamenco en posición de remontar el vuelo, petimetre, elegante, primoroso.
Toma el monopatín, trepa sobre él con agilidad felina e inicia rauda cabalgada a través de la calle, hechizando a los concurrentes con el surco desprendido por las cuatro ruedas de su skateboard.
Con exquisita posición e inclinación del cuerpo, desplaza su peso atrás para levantar la parte delantera del monopatín, girándolo 180 grados bajo sus pies, ejecutando con precisión milimétrica un klicflip sublime.
El público ovaciona el excelso ejercicio con una retumbante ovación.
En posición defecatoria, con el pie delantero en la mitad de la tabla y el pie trasero sobre el borde del tail, toma velocidad y se dirige al obstáculo. Rota las manos y sus hombros hacia el frente con lozanía, pisa la tabla para deslizarse en posición de railslide y efectúa un hellflip vertiginoso, arrancando de los espectadores vibrantes jadeos de admiración.
Prosigue tomando carrerilla, colocando los dos pies en el nose y levantando las dos ruedas de atrás mientras se mantiene patinando con las dos de adelante, consiguiendo un Hang Ten Wheelies deífico.
Hijo de puta.
Aquel ñapango es un hércules del surf callejero.
Con actitud desafiante y pendenciera baja de su tabla y saluda con rebeldía al público.
El jurado es unánime. Muestran sus cartulinas con la máxima puntuación.
Con paso farruco se dirige hacia mí, entre los vítores de una idólatra multitud.
Cruzamos nuestros recios cuellos como feudales floretes, debajo el del neoyorquino, encima el mío. Busto contra busto, pujamos durante unos instantes que parecen eternos.
Farfulla una frase en inglés. No la entiendo pero, por la entonación, intuyo que se trata de algún pedestre improperio.
Ha llegado mi hora.
Enciendo un cigarrillo en un estéril intento por tranquilizarme. Los nervios hacen transpirar mi adiposa piel cual trinchador de kebabs.
Percibo el enardecimiento de miles de ojos aguardando con zozobra mi actuación, los visillos tensos tras las ventanas. Voces guturales, frases de denuedo, rauco murmullo inflamado.
Oigo estimulantes gritos escupidos por cientos, quizá miles de bocas tiznadas de cerveza. Corean mi nombre, aplaudiendo como si no hubiera mañana.
Entre la multitud, un orondo chiquillo con parche en el ojo y facciones sureñas, que custodia con brío un ambarino globo, me pide un autógrafo.
Los devotos exigen a sus ídolos una imagen dechada dónde depositar sus ilusiones y su fe. No puedo defraudarle.
Me acerco al impúber rollizo, tomo su libreta y rubrico en ella mi nombre en cirílico. Percibo en su diestro ojo la felicidad, el inocente júbilo, su candorosa gratitud.
Aprovechando la ajumada distracción de su madre, agarro mi cigarrillo y reviento con alevosía el globo. No puedo evitar una pérfida carcajada.
Una mano palmea mi espalda. Después otra, otra y otra más.  Los servicios de seguridad apenas logran gobernar la multitud entregada.
Un flash cegador, que parte de la primera fila de espectadores, precede a una saturnal de destellos. Cogotazos de ardimiento, alaridos de empuje, bufidos de acometividad.
Devuelvo tanta muestra de cariño enseñándoles mi pene.
Una voz metálica por megafonía balbucea mi nombre. La afición replica con un rugido fragoroso, estentóreo, ensordecedor.
Me dirijo al centro de la calle. Procedo a unos segundos de meditación, hilando mentalmente la técnica a emplear para superar la majestuosa exhibición de Miller Brown. Mi actuación debe ser soberbia si quiero vencer. 
Puedo ganar. Debo vencer.



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miércoles, 13 de noviembre de 2013

SEXO ANAL

El sexo anal es una práctica sexual que consiste en la introducción, percusión o inyección del pene en la séptica hendidura rectal de la pareja, sea ésta hembra, varón o animal.
Los prejuicios imperan alrededor del coito rectal. En general, las féminas suponen que es una macabra práctica, incómoda, dolorosa e incluso torturadora, los varones lo relacionan injustamente con la falta de reciedumbre o con una sáfica praxis patrimonio de los gays, no pudiendo documentar hasta la fecha el veredicto de los animales sobre dicha disciplina sodomita.
Los rancios y retrógrados cancerberos de la moralidad se han encargado de convertirlo en tabú, en luciferino e impúdico pecado, de obligado reconocimiento en confesión, estigmatizando a quienes los practican, como ya hicieron antaño con el onanismo, el sexo bucal o la homosexualidad.
Quizá la propia historia ha contribuido a dicho hostigamiento.
Ya en el Mesozoico, los primates estimulaban el colon de sus parejas con sus dedos, dildos o con dilatadores. Sus sucesores, los macacos babuinos, de bermejas nalgas por razones obvias, experimentaron por primera vez con el coito anal, hábito que despertó la vesania de los dinosaurios,  que iniciaron encarnizada cruzada contra tan dadivosos cuadrúmanos.  
En la antigua Grecia, la supremacía masculina se dilataba también a la sexual, tomando el hombre a la mujer por detrás, en señal de jerarquía y sometimiento, y poder así tocar la corneta, emulando a Virgilio, teniendo que adoptar ella posición sumisa, algo rechazado por muchas. De ahí el término ‘griego’ para adjetivar esta práctica.
Narran también en las sagradas escrituras que en los tiempos del santo patriarca Abrahán, el cabrón de Yahvé pulverizó la ciudad de Sodoma mediante un tifón de fuego para castigar a sus proscritos coterráneos, fervorosos catecúmenos de la penetración  rectal.
Por todos es sabido que el ano es la parte del cuerpo menos seductora. El recto es un rico ecosistema de insalubres bacilos, gérmenes excrementicios y viperinas bacterias.
Por dicha gruta son desterradas las morrallas fecales, pétreas o acuosas, hediondos detritos intestinales, y por consiguiente, no es un orificio que a primera vista parezca excitante.
No obstante, rigurosos estudios científicos evidencian que el agujero oscuro, con sus politerminaciones nerviosas, es una de las zonas erógenas más placenteras de nuestro cuerpo.
Es evidente, por lo tanto, que el sexo anal no sólo no encubre coacciones de una orientación sexual encubierta, ni deseos subrepticios, sino que, como cualquier otra expresión de la sexualidad,  desata lujuriosas fantasías y sensaciones maravillosas de entrega, sumisión o dominación, por no mencionar la nervuda incertidumbre por conocer al souvenir fecal con la que siempre nos obsequia esta disciplina copulativa.
Y este aspecto, el higiénico, es el que reprime todavía a la mayoría de varones en ensayar con la penetración rectal.
Al objeto de espolear a todo hombre anhelante del coito intestinal, pero recatado por cuestiones higiénicas, les propongo una ingeniosa alternativa, sana, asequible, profiláctica y tremendamente gratificante: el sexo anal con un colchón.

1.- Adquiera un colchón, jergón o colchoneta en un establecimiento de mobiliario doméstico. Para dotar a la experiencia de mayor realismo, esboce en su anverso un rostro: entrecejos, pupilas, hocico, labios, pústulas, cicatrices o piercings. El abanico de posibilidades en este punto es innumerable.
Auxiliado por una navaja, proceda a realizar una abertura en el reverso. Este orificio debe tener la misma profundidad y diámetro que la longitud y el grosor de su pene. Un pie de rey no digital le puede ser de gran ayuda.

2.- Introduzca una bolsa de plástico en el orificio. Si es posible de coloración negruzca. Evite los zurrones de rejilla de patatas o cítricos, pueden ser irritantes en la penetración.  Si es perito en la pintura, puede dibujar vello o hemorroides alrededor de la abertura, para otorgar autenticidad al fraudulento ano.

3.- Lubrique con generosidad la bolsita con aceites industriales, vaselina o electrolíticos. Evite pomadas ricas en mentol. Puede llenar la bolsa con semillas de melón o pepitas de mazorca de maíz.

4.- Penetre al colchón como si de un ano se tratara. Puede hacerlo con un cigarrillo detrás de la oreja. Experimente. Sodomice a la acolchada de látex. Déjese llevar por sus instintos más primitivos. Cabalgue. Ensaye. Goce. 









miércoles, 6 de noviembre de 2013

ÉXTASIS

La lánguida luz del fanal que custodia la lóbrega esquina, intenta medrosamente abrirse paso a través de unos escabiosos y deshilados visillos, hasta el interior de la alcoba de este grotesco motel en el que he acabado refugiándome para pasar la noche.
Una claridad todavía embrionaria empieza a pigmentar el cielo, desnudo de nubes, con la rosácea transparencia que precede a un día luminoso, acerba diacronía de la tenebrosidad dónde me encuentro sumido.  
Mi boca, salpicada de esperma,  tumefacta, supurando cárdeno flujo ulcerado, me duele horriblemente. 
Abrazado a mis rodillas junto a la ventana, tal estúpida quinceañera melancólica, dejo transcurrir, consternado, las largas horas de la madrugada. Percibo con nitidez los jadeos del viejo burdel que el sigilo noctívago distorsiona dotándoles de propiedades perturbadoras y significados sicalípticos. 
Me siento mancillado, sucio, denigrado. 
Registro los harapientos bolsillos de mis pantalones, y de entre un kleenex petrificado, tomo las dos grageas de ácido lisérgico con las que aquél toxicómano pagó mi servicio, una nauseabunda felación callejera, mi única forma de conseguir ingresos estas últimas semanas.
Encojo los hombros en conformista disposición, y con un sorbo de brandy, tomado de la sabulosa botella de cristal que reposa junto al camastro, engullo ambas dosis en cuyas minúsculas caras llevan esculpidas una tétrica representación del gazapo del Playboy.
Llevo a cabo la ingestión de las píldoras psicotrópicas discurriendo que, dadas las circunstancias, son lo más parecido a un ágape.
Me dispongo a esperar que el estupefaciente produzca efecto.
Durante casi una hora no percibo sensación alguna, nada que invierta este millonésimo y estruendoso zumbido en el cerebro que me injuria y se burla de mi condición de meretriz, pero al poco comienzo a percibir un zarandeo en la cabeza, advirtiendo como el suelo y la pared en la que gravito se licuan como manteca caliente.
Mi inconexión con la realidad y la sensación de bienestar postergan mis sufrimientos.
Me siento ingrávido, liviano, vaporoso, aguachinado en un éxtasis de sosiego e invulnerabilidad, como si hubiera retornado al útero maternal, que me cobija estuoso y protector.
Escucho vociferar al gres y a las paredes emitir perniciosas risas que terminan en expectoración.
Creo que soy un afamado actor, dipsómano de sexo, barbitúricos, excesos y glamour. Sudo purpurina. Cabalgo sobre centenares de unicornios de inenarrables coloraciones que unas veces relinchan con lasciva seducción y otras salmodian en centenares dialectos distintos, pero perfectamente inteligibles.
Oigo vítores, ovaciones, lisonjas.
Cientos, miles de Playmobils, de matices cambiantes, que al intentar beber derraman el aguardiente por su espalda, corean mi nombre.
Me emociono por el apego que se hace palpable en el cómplice destello de miles de ojos linóleos que me acarician, envolviéndome por un amor casto y lumínico.
Las risas forman palabras, y éstas canciones. Todos cantamos. Lo hacemos en hebreo, sin conocer su significado. El caos, el dislate, surrealista y placentero, espasmo primigenio, es ensalzado en su sentido inmanente.
Mi cabeza  es puro vahído, una espiral de aprecio en pura ascensión.
Intento ejecutar el célebre giro de David Bisbal. Parezco María Jiménez.
Los pequeños títeres de plástico se ríen de nuevo con fuerza, la expresión más armoniosa de la felicidad. Carcajeo con ellos en suprema comunión.
El brandy empieza también a realizar su efecto. Percibo cierta destemplanza intestinal. Mi estómago se remueve ahora con furia, dolor en las vísceras, músculos y ligamentos en tensión. 
Acompañado por la legión de juguetes de plástico,  con temblores que desestabilizan mi artificioso caminar, me dirijo al aseo. 
Apoyo mis velludos apoyaderos en el retrate y procedo a constreñir con desvelo el punto caliente de mi vientre, mientras mis nuevos amiguitos, amenizan el sórdido momento tocando una bella melodía con el xilófono. 
Tras hercúleo esfuerzo logro expeler una hez gigantesca, soberbia, mayestática, un titánico  sedimento sanbernardiano. Una auténtica obra de arte, un primoroso zurullo de al menos cuarenta centímetros de émbolo terroso, de pulido virtuoso, inaudita legumbre de mis vísceras. Atónito advierto cómo el perfecto mojón se desliza por el talud de porcelana, elegante, etéreo, seráfico. Oigo cómo las polímeras marionetas vitorean de nuevo mi nombre.
-¡TÓ-MA-LO! ¡ TÓ-MA-LO!- gritan presos por la enajenación, por la autocracia de los contrarios a ordenar el caos.
Sin dudarlo un instante, tomo el zurullo con frenesí, con entusiasmo, cautivo por la pasión.





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