martes, 26 de marzo de 2013

ODA A LA LUMBALGIA


Desde la médula espinal hasta al agujero oscuro, baja un dolor
No hallan explicación  médica a este trastorno castrador
Ha enfermado mi región sacra, las lumbares y los riñones
De la almohadilla  eléctrica y analgésicos estoy hasta los cojones

Un dolor que penetra hondo,  me veda permanecer erguido
Grito de dolor, vocifero en arameo, pues el lomo tengo herido
Parezco un simio, hercúleos cabezazos contra las farolas doy
No puedo pasear erecto, traumatizado por reuma estoy

Maldita lumbalgia, que me haces caminar inclinado
“Chepao”, “Jorobado”, “Mochilero”, soy vilipendiado
Lacerante y dolorosa,  la ciencia todavía no alcanzó a curar
Ni tan siquiera Ibuprufeno, Voltaren o Hemoal  la puede aliviar

Días enteros sin salir de casa, rehén del jodido dolor de espalda
Tardes de hastío, con el espinazo tieso como La Giralda
Como un anciano se ha curvado mi dorso y astillado mi hombro
Me duele la espalda, los brazos, el escroto, soy un escombro

Vivo en una cárcel tenebrosa, la infame turbe me increpa:
“Camello “, “Sincuello”, “Cuasimodo”, ¡Ay mi pobre chepa!
Doblada mi espalda, con la cabeza gacha, me lanzan cacahuetes
Blanco de chacotas, desprecios y burlas de los mozalbetes 

Soy incapaz de abrir  la bragueta hasta el último botón
Para orinar o acariciar mi pene peludito y cabezón
Te maldigo lumbago, que me haces andar ladeado
Me duele el lomo, ni tan siquiera capaz soy de cagar sentado

Trato de ponerme recto y erguido, en un intento en vano
Crujen mis huesos, raquis molido, desgarros en el ano
Lumbago, cabrona, ¿ Por qué me obligas a caminar torcido ?
¿ Es tal vez un satánico castigo merecido ?

Desde la médula espinal hasta al agujero oscuro, baja un dolor
No hallan explicación  médica a ese trastorno castrador
Ha enfermado mi región sacra, las lumbares, los riñones
De la almohadilla  eléctrica y analgésicos estoy hasta los cojones





miércoles, 20 de marzo de 2013

LA ISLA XINING

La jornada transcurrió apacible, cautivadora, maravillosa. El sol brillaba con vigorosa intensidad y la calidez de sus rayos abrasaba mi albina cutícula para enriquecer a algún decrépito perito en dermatología. El azul del cielo tenía una intensidad que sosegaba el ánimo del más deprimido. Soplaba una brisa salada que rozaba suavemente mi piel huérfana de prendas y musitaba en los multiformes cocoteros. Las cigarras cantaban con fuerza, las tortugas marinas jugueteaban con sus genitales y los macacos tropicales probaban puntería con cocos y piedras contra los escasos turistas que holgazaneaban en las hamacas saboreando exóticas bebidas.
El rumor del agua, que rezumaba en aquel empíreo territorio, me susurraba dulcemente,  sabiéndose protagonista, seduciéndome con celestes imposibles, acariciando con suavidad la arena blanca de aquella playa, consiguiendo enamorar a las palmeras.
Había decidido tomarme unas merecidas vacaciones para alejarme del bullicio urbano y los problemas que me atormentaban. Precisaba descansar en algún recóndito paraje que pudiera ofrecerme naturaleza en estado puro y playas vírgenes donde relajarme. Y en Xinging, en aquella isla asiática, en ese atolón de serenidad rústica, con el único tráfico de los campesinos con sombreros cónicos y el pastoreo de su ganado, podría meditar sobre el perdón a mi amada Jacinta tras su infidelidad.
Aquella playa parecía eterna. Era una orgía de colores y sabores, donde el reloj parecía haber detenido su frenética carrera para llevar un ritmo más calmo. Y allí me encontraba yo; recreándome burdamente con la construcción de castillos de arena, eructando por el masivo consumo de bebidas carbonatadas, restregándome con la fina arenisca de ese paraíso, nadando sin pudor con mis nuevos manguitos, sin la mirada inquisitiva de los demás bañistas.
La radiación del sol había hecho que mi escroto y velludas nalgas se cubrieran de manchas ardientes y llagas purulentas. Decidí postrarme bajo una centenaria palmera. 
El armonioso silencio era sólo roto por la diáfana sintonía del vaivén espumoso de las olas. Leí una vez más la carta que Jacinta me había remitido:



Aquella misiva parecía pura, sincera, generosa, escrita desde lo más hondo de su corazón. Cerré los ojos por un instante,  intentando procesar las nobles palabras que destilaba el manuscrito. ¿Debía perdonarla? me pregunté meditativo una y otra vez.
Al abrir los ojos, la vi. Una bella lugareña, una silueta esplendorosa, de ojos rasgados y pequeños, sencilla, femenina y esbelta, nadando como una hermosa sirena entre la última franja de luz anaranjada que se escondía tras el horizonte.
Tuve que pellizcarme los testículos para cerciorarme que no estaba soñando.
La magia de ese momento, de esa postal, me hizo sentir como el protagonista de un cuadro que no necesita lienzo.
La estaba observando fascinado, hechizado, cuando nuestras miradas se cruzaron. Me dedicó una sonrisa a modo de saludo que me turbó y me hizo bajar los ojos como a un pueril adolescente, reacción que ella percibió de inmediato y le provocó una nueva sonrisa.
Me levanté escondiendo de forma astuta mi mórbida barriga, me enfundé las gafas y el tubo de snorkel y me lancé al agua como un avezado nadador. Quería impresionarla. 
Empecé a nadar hacia ella, chulescamente, estilo mariposa. Apenas aguanté 10 metros. Ella me miraba, con ojos tímidos que parecían susurrarme: ”Ven,,,Tómame, mancíllame”
Pasé a hacerlo estilo crol, con menesteroso resultado. Cuando ya no controlaba el ritmo, y mi nado era irregular y torpe, braceando tal canino ahogándose, llegué ante su bella y exótica presencia.
Sin mediar palabra, nos miramos y nos besamos apasionadamente.
Mi boca paladeó sus besos mezclados con sal y arena, el perfume a pescado de su cuerpo. Percibí la presión de sus pequeñas extremidades recorriendo mi espalda, el vigor de su aliento en mi rostro.
El tiempo se detuvo, el pasado y el futuro dejaron de existir, sólo contaba ese instante, nuestro instante.
Ella mantenía juntas nuestras cabezas, y yo, juntaba nuestros torsos sumergiendo mis dedos en los lugares más prohibidos de su cuerpo.
Envolví su pelvis con una de mis piernas. Todo mi cuerpo latía al compás de su corazón extasiado.
- Cásate conmigo- murmuré embelesado. El instante era mágico, celestial, llegando casi a comprender eso que algunos llaman nirvana.
Ella respondió con un gesto de desaprobación, indicando que lo nuestro era un romance imposible.
Hicimos el amor, una y otra vez,,,





miércoles, 13 de marzo de 2013

EL PIE DE ATLETA

Una sed voraz me despierta a media noche. No me quiero levantar, pero mi boca está tan seca que la lengua parece haberse convertido en sucio esparto. El hercúleo esfuerzo invertido en rascar el herpes podal, ha consumido mis reservas de líquidos. Me pica mucho el dedo grueso del pie. Rasco, hurgo, escarbo de forma frenética, pero eso sólo agrava el picor,  un escozor tan rítmico como mi respiración. Con la impericia de movimientos del recién levantado, intento soplar estúpidamente sobre la ulceración carnosa de mi dedo. Mis amorcillados labios están secos y duros. Expectoro de nuevo, la picazón es vesicante, trato de deshacerme del  nudo que tengo en la garganta escupiendo y carraspeando. Mi escroto se ha encogido, más duro que el hormigón armado. ¡ Maldita infección micótica !
Con ojos vidriosos, inyectados en sangre, contemplo con desazón mi pie magullado, cómo supura la llaga del hallux. El nauseabundo hedor que destila la pústula se incrusta en mi nariz, y el inenarrable comezón que siento se manifiesta por la boca en forma de líquido abrasador.
Remojo mi pie en el agua del retrete, en una astuta operación para calmar el prurito, pero la materia fecal adosada a la sucia pared del urinario se incrusta en la llaga, infectándola, haciendo aumentar su temperatura.
Con lágrimas dentro de mis párpados, maldigo mi suerte. Blasfemo contra aquella decrépita masajista, que bajo el pretexto de que los pies son la proyección cartográfica de los órganos, alegando que una correcta estimulación del primer dedo del pie tendría un efecto benéfico sobre mi pene, masajeó sin piedad con ácido nítrico la base de mi mórbida pezuña. Hija de puta.
El ardor ahora es casi insoportable. Hablo en albanés, canto en arameo, insulto en hebreo, bautizo nuevos muebles del IKEA. Dialogo con suelo del aseo, colonizado por charcos de orina junto a pedazos aplastados de excrementos hacia los que las cucarachas se acercan para alimentarse. Pero las sucias y frías baldosas del excusado me ignoran, me desprecian, se burlan de mí. 
Una desagradable sensación de neblina inunda mis pupilas, haciendo entrecerrar levemente mis párpados. Levanto la vista,  junto al desodorante y el consolador rectal, diviso un frasco de analgésico tópico. Sin pensarlo, agarro el envase, lo agito como si de una grotesca maraca se tratara, y aplico el spray directamente  sobre el absceso.
Hago  una mueca de dolor y cierro los ojos, reprimiendo un grito ahogado por la angustia. Una sensación insufrible, como si me clavaran en el dedo  una aguja incandescente, recorre mi pie derecho. Parece que el tiempo se para. Casi arañándome me seco las lágrimas con las manos. Cada segundo se hace eterno. Puta madre. Soy un genio. El frasco es un jodido bote de Reflex.  
Congestionado por el dolor, con los ojos amenazando desprenderse de sus órbitas, y la lengua amoratada y pastosa colgando a modo de corbata, escruto mi pezuña, exploro detenidamente el pie de atleta. Observo aterrado como el herpes cobra vida propia, late, palpita. Advierto acojonado como mi pie no recibe irrigación, adoptando un sospechoso color negruzco. No hay duda. Tengo gangrena. 
Los calambres en mi brazo izquierdo aumentan exponencialmente, al tiempo que se me seca la boca y mi frente se  perla de sudor.
El picor me hace delirar. Desvarío, enloquezco. Comienzo a rapear a los geranios para que éstos crezcan más. Veo a un unicornio fornicando con un delfín. Frente a ellos, Nacho Vidal es operado de fimosis, mientras la Duquesa de Alba calcula logaritmos. Veo muertos rascándose los pies, cabras lamiéndose las pezuñas, velociraptors lengüeteando sus zarpas.
Grito como jamás he gritado nunca. Una idea da vueltas en mi enfermiza mente, circula fugaz e irreversible. Se llama suicidio. Siento que ya no quiero seguir, que quiero terminar con este infierno en el que vivo. Los dientes comienzan a castañetear, empiezo a tener miedo.
Con mi mano derecha siento mi corazón, tengo la sensación de percibir pausas en su latido, un escalofrío me hace temblar y me paraliza. No puedo más con este escozor. Necesito acabar con este suplicio. Barajo la idea de lanzarme desde una decimonovena planta pero considero que no voy suficientemente bien vestido y, desde luego, en el trayecto corro el riesgo de que se me desabroche la parte superior del chándal. El matarratas con sabor a anís, está descartado, sólo conseguiría una porfiada diarrea. Recuerdo entonces la escopeta que heredé de mi abuelo. Es el momento oportuno de hacer uso de aquella arma. La cargo con dos cartuchos de bala. La escopeta recompone mi ego. Elevo los ojos, relajo mis brazos. Reúno testiculina. Respiro profundo.
¡PAM!.  Un certero  proyectil  rompe el aire haciendo blanco en su objetivo. 




miércoles, 6 de marzo de 2013

LA COBRA DE BANGLADESH

Dejé  los periódicos encima de  la cama. Me senté en la vieja silla y bebí  raudo mi café. Estaba demasiado caliente, cual lava volcánica, como a mí me gustaba. Busqué un cigarrillo de mi chaqueta, lo prendí y empecé a fumar. Sentí como el humo del pitillo tiznaba mis piezas dentales, como recorría mi garganta y enfermaba mis pulmones corroídos.
Hacía mucho calor. Gotas de sudor empapaban mis tupidas axilas, mi cuerpo, inundando mis ojos, cegándome de escozor. Miré los periódicos abiertos sobre  la cama y me  puse  extremadamente nervioso. 
Había  travestido a los políticos de los rotativos a base de bigotes y pestañas postizas, y aquello me horrorizaba. Parecían hablarme, humillarme, injuriarme. 
La música de bar de abajo se filtraba por la ventana. Acompañé estúpidamente el ritmo de la música con palmadas. 
Tenía hambre. Me rasqué ostentosamente mis velludas nalgas, hasta llegar astutamente al esfínter, para recolectar restos del chile picante de la cena de la noche anterior, y los usé como tentempié. No tenían mal sabor. 
Escaneé visualmente por la ventana, sin ver, el pequeño parque de la calle. Un hombre,  con triquinosis y corbata, esperaba debajo de  un árbol, rascándose sus genitales. Llegó una mujer de pelo lacado, hiperhormonada y mórbida. Hablaron  un poco, se escupieron,  y se marcharon cogidos de la mano. Escasos metros más allá, un decadente vagabundo iba regalando pelucas a los calvos.  En frente una pelea de aguantar la mirada entre dos decrépitas ancianas desconocidas. Frente a una entidad financiera, una decena de exaltados manifestantes se habían congregado en defensa de un equipo nacional de natación sincronizada masculina. Pobres imbéciles.
Era Domingo y la gente  salía a pasear o iba a la misa parroquial. Cerca del parque, coches y motos pasaban presurosos hacia el centro de la ciudad. Hacían mucho ruido, pero yo no oía nada. Sólo fumaba mi cigarrillo y hablaba para mí, recitando poesía de Espronceda.
Caminé hacia la nevera. La abrí  y tras echar un vistazo, me di cuenta que había poco que mirar. Cogí media cebolla y me  la comí de un bocado. La liliácea explotó entre mis sarrosos dientes y su jugo chorreó por mi barbilla. 
Volví  a mi habitación. Me senté encima de la cama y empecé a leer los periódicos otra vez. Sección de necrológicas. Venían tres pequeñas e interesantes biografías de tres personas de cada una de las cuales podría escribirse una novela bizarra: una vieja multimillonaria que tuvo que tomar una gran cantidad de agua, sin ir al baño, para ganar una consola Wii. Lamentablemente, lo único que obtuvo fue una muerte por hiperhidratación. 
La de un joven toledano que, cansado de tener sexo con miembros de su propia especie, decidió dejarse 'montar' analmente por un semental en una mesetaria granja de Guadalajara. El placer le duró muy poco, pues sufrió una perforación del colon que desembocó en una letal peritonitis. Y la de un octogenario electrocutado por un vibrador rectal.
Bajo la página de esquelas, un anuncio rezaba: “Prestigioso encantador de serpientes regala excelente cobra de Bangladesh, adiestrada, 5 meses de edad, desparasitada y muy cariñosa. Se entrega con terrario de 2 metros y suelo de viruta de madera, la cartilla sanitaria, todas las vacunas, con hoja de consejos básicos de alimentación e higiene. Tel. de contacto: IX LXXVII- CCLXXII- DLXXXI. Anuncio serio. ”
Siempre había considerado a la serpiente como un animal asociado a mitologías y leyendas. Por su capacidad de deambular sin patas, tragar presas enteras, mudar su piel o zigzaguear al compás de la melodía de un flautín. Aquel anuncio me brindaba una oportunidad de adoptar una mascota.
Tras descifrar el jodido número de teléfono que el hijo de puta del anunciante había incrustado en el periódico, lo llamé. Acordamos vernos en su domicilio, a escasas 5 manzanas de mi apartamento.
El domicilio del hacendado del anuncio era un chamizo sin forma definida, construida de cartón y hoja de lata. Su interior, lúgubre y dantesco, estaba tapizado de viejas esteras, con dos sillas de mimbre muy destartaladas y una cama de varas. Sobre ésta, a la cabecera, colgado al desnivel, se encontraba un brillante cuadro de El Dioni. Los ojos luminosos del intrépido ladrón de furgones blindados dominaban toda la extensión de la humilde choza.
-Adelante Sr. Prepuzio. Pase, pase, estoy en la habitación-  gritó el anfitrión.
La hediondez de la barraca, henchida de desperdicios, basuras y heces humanas, se hacía sentir por toda la chabola. Anduve unos metros, intentando esquivar las regurgitaciones que aderezaban el suelo.
En la habitación, un sonriente y atractivo treintañero, con la lozanía de un cutis amasado en canela, de facciones espartanas y cuyo cuerpo parecía haber sido tallado en mármol, aguardaba mi llegada sentado en un viejo sofá.
- Señor Machado- susurré con voz retraída. – Vengo a buscar la serpiente-.
La inmensidad de su presencia empequeñecía la habitación. Apenas pude reprimir una mueca de sorpresa ante aquel rostro asexuado, ante aquel cuerpo huérfano de prendas. No pude evitar fijarme en su pubis. Un enorme pene colgaba de su entrepierna, grueso tal tallo de olivo de Sojuela. La rugosa y depilada piel de su escroto dejaba al descubierto unos testículos faraónicos, como si de unas turmas de  gorila se tratara.
- Señor Prepuzio, ¿ Se encuentra bien ?- preguntó el mulato, mientras ordenaba las hojas de vacunas del reptil. Su boca rancia me obsequió con una sonrisa desdentada
Tragué saliva, angustiado, con mi corazón palpitando acelerado.
- Sí…Disculpe, es que tengo prisa…- murmuré más nervioso que Frodo en una joyería.– Si quiere entregarme la cobra…-.
- Por supuesto- añadió el mestizo. – Termino con la documentación, un autógrafo y la cobra es suya-.
Pude ver a la jodida serpiente en el suelo, enroscada, inmóvil, más tiesa que un gato de porcelana. Toda aquella situación no cuadraba en absoluto. Una mezcla incierta de desconfianza y rebeldía me apretaba el corazón, con una creciente sensación de que me había timado. 
- Oiga…Pero si la cobra,,,¿ Está muerta ?– pregunté perplejo mientras mi cabeza atravesaba las brumas de una premonición.
- No – añadió el mulato visiblemente irritado. - Está dormida. Si quiere despertarla para llevársela, tendrá que tocar la flauta-.






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