La vida no se mide por lo descansos que tomamos, sino por los momentos que nos roban el aliento.
Mi incursión en el apasionante mundo del correr se inició hace aproximadamente seis años. Una tarde, después de trabajar en mi puesto ambulante de venta de globos y confetis, me calcé mis roñosas zapatillas y decidí ir a correr como medio de resolución de mis conflictos. Decidí hacerlo en la iglesia de mi pueblo disfrazado de niño. Debo confesar que a los 30 minutos, me dolían las pantorrillas y mi respiración era jadeante.
Pero tenía que hacer algo para mejorar mi salud, ya que, aunque hiciera ejercicios aeróbicos tres veces a la semana, por herencia familiar manejaba niveles de colesterol por encima de los 500 y por mi baja estatura (1,56 m), andaba en un sobrepeso de 118 Kg, además de sufrir eternos dolores de cabeza, presión alta e inflamación escrotal. Ese problema era motivo de risa, burlas e inseguridades mórbidas que me hacían sudar las manos y oler los pies. Mi pene, se podía considerar físicamente muerto, ya que, hasta que no me hiciera una liposucción, o hasta que pagaran a un pigmeo para que lo buscara, no podía encontrármelo. El médico me había sugerido para bajar los niveles de los lípidos de mis tejidos corporales, que intentara llegar al orgasmo con la ayuda de un curioso aparato. Debía llenar una bolsa de pipas con carne molida de cerdo y un puñado de lentejas, para luego introducir mi pene en la bolsita de frutos secos y con la ayuda de una goma sujetarla en la base de mi aparato. Debía respirar hondo, masajeando mis genitales, con un suave movimiento de vaivén, rítmico, hipnótico, de la base al glande. En aquella época comía hasta perder el conocimiento . Deglutía palomitas en medio del desierto sin agua para beber orina con placer. Disfrutaba haciendo el amor con las almohadas. Me sentaba delante del televisor 10 horas diarias, en el wáter 6, y dormía el resto del día. Me alimentaba a base de bolsitas de panchitos, de Doritos, de patatas o de cadáveres incluso, con un refresco azucarado de 5 litros, trozos o cajas de pizza y una ración de grasa de cerdo o de ballena, rociada lógicamente con una generosa ración de mayonesa. Odiaba al mundo, aborrecía mi casa, detestaba la naturaleza, pero sobre todo me maldecía a mi mismo.
Después de aquella tarde, con mi carácter tan testarudo, decidí seguir haciendo el intento de practicar, por lo menos dos veces a la semana, el jogging, como válvula de escape de mi miserable vida.
He seguido practicando el footing hasta fecha de hoy.
La pasada semana, junto a Jacinta, disputamos la media maratón que en fechas navideñas se celebra en Barcelona.
Mi querida Jacinta con camiseta escotada y leotardos de lycra blancos, obviando la ropa interior y mostrando muslo, pechuga y descaro por igual, se había comprado una deportivas para la ocasión. Puesto que yo era poseedor de un amplio bagaje en este tipo de pruebas, decidí correr la maratón en chanclas, por aquello de la comodidad.
Al llegar al sitio de partida quedamos sorprendidos porque nos hicimos presentes más de 5.000 ilusos corredores. El día estaba muy soleado, había mucho entusiasmo y un ambiente que nunca había vivido en mi vida. Ver a miles de corredores de todas las edades, nacionalidades y géneros me entusiasmaba aún más. El evento se había convertido en un auténtico festejo multicultural: travestis, ladrones, violadores, curas, trileros, políticos, proxenetas, hermafroditas, ewooks, teletubbies, alcohólicos, decidieron unirse a la celebración deportiva.
Al dar el anuncio de salida, y sintiendo todo el temor del mundo, recordé la confianza y la tranquilidad que me embargó al saber que hacía años que practicaba tan estúpida afición.
Jacinta y yo empezamos a correr los primeros 5 km a ritmo de mp3. Los primeros kilómetros no fueron muy agradables. El asfalto era muy rugoso y mis pies estaban muy fríos. Además la aglomeración de gente no nos dejaba coger nuestro ritmo cómodamente. Poco a poco la cosa se fue despejando y Jacinta y yo cogimos un ritmo desahogado. Un cabrón keniata se escapó del pelotón como coneja en celo. Como corría el jodido.
Se disparaban los confettis, los flashes de las cámaras y alguna que otra Beretta del calibre 45 de la multitud allí congregada.
Llegamos al kilómetro 12. Y aquí empezó el infierno, un camino de vencer obstáculos, exprimir el cuerpo al máximo, pasar los límites del esfuerzo e intentar no perder la cabeza. Faltaban 12 kms, y las piernas empezaron a protestar. Aflojé el ritmo, los hombros pesaban, ganas de tirar la toalla, pero no, había que seguir. Mi frustración se convirtió en enfado y rabia. Maldije a mi padre, al cartero, al cabrón que puso la v y la b juntas en el teclado del pc. Me sentía solo, abandonado, creía que me caería en la boca de Carlos Baute. Era víctima de mi propia estupidez. -¿A quién se ocurre correr un maratón en chanclas? ¿Eh gilipollas?-. Pero seguía mi ruta. Iba a demostrar al mundo quién cojones era yo. Seguí penosamente, luchando cada paso. El ácido lácteo ya se había adueñado de mis decrépitos músculos, provocando rigidez en mi pene y más tensión en el cuerpo. Suspiro tras suspiro. El dolor estaba presente, estaba reflejado en mi cara, en los pies, en mi escroto, el cuerpo flaqueando. Hablaba solo. Ya lo hacía en arameo. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Transpiraban copiosamente mis axilas, mis ingles, las nalgas e incluso el ojo triste. Ya estaba alucinando, llamando hasta a los muertos; una señal del delirio. Me dolía el culo y hasta las pestañas pesaban. Ya ni sentían los pies, seguramente estaban llenos de ampollas por arrastrarme como una tortuga. Había entrado en una fase de que todo me daba igual, pero seguía corriendo, deglutiendo kilómetro tras kilómetro, observando la gente insultándome y riéndose con gritos ensordecedores, pero estaba medio sordo y medio ciego. Corría sin combustible, el agotamiento en el horizonte cercano. El cuerpo ya había quemado los hidratos de carbono y buscaba desesperadamente los depósitos de grasa. Y los pies destrozados. Había hecho un juramento que llegaría, aunque fuera de rodillas ensangrentadas y mordiendo el asfalto. Pero llegaría, con el puño bien alto. Calculaba que me quedaría todavía una hora para llegar a la meta
Sin darme cuenta ya estaba en el km 18. Volví a la realidad. El rato de trance me había ido bien y ahora sólo quedaban 4 kms. Recuperé fuerzas, mordiendo los labios, aparqué los dolores y un eco interior me repetía -“no hay dolor, no hay dolor, maldito cabrón”-. De repente estaba muy tranquilo. La peor parte ya había pasado. A lo lejos el escenario se convirtió en movimientos a cámara lenta. ¡Lo había conseguido! Sí, sí, estaba cruzando la meta con los 2 brazos bien en alto, puños cerrados, señal de victoria con las plantas de los pies mutiladas y sus dedos montados, uñilargos, retorcidos en dura pugna con los de al lado, con la escasez de higiene que caracteriza a esos pies fruto de la nula protección ante rozaduras con el asfalto o zurullos caninos que pueblan las aceras de forma multitudinaria.
Sin haber dejado de sentir un espectro de emociones que van desde la felicidad extrema al desgarrante dolor físico de mis pies, cruzamos la meta, digo cruzamos porque como en todo momento importante de mi vida ahí estaría ella, Jacinta, fiel como nadie en el universo.