viernes, 28 de octubre de 2011

LA VECINA DEL 5º 1ª

La habitación era lúgubre. Los muebles que la adornaban eran pobres, casi miserables: una vieja mesa de pino salpicada de heces y orines; dos sillas desvencijadas; baúl de antaño; una mesita de noche y una tabla ancha clavada en la pared en sentido horizontal a modo de estantería en la que se hallaban simétricamente expuestas mierdas de perro en tarritos de cristal. Amo el coleccionismo. Cubrían sus roñosas paredes litografías de mujeres en pelotas que me servían de pretexto para masturbarme compulsivamente. La noche nos había ganado y nuestra única luz era el televisor que vomitaba anuncios del teletienda. Jacinta dormía y yo la observaba fascinado. Sin duda, su aprendizaje de hábitos de cuidado e higiene personal, había sido lento y extremadamente limitado. Estaba magnetizado con sus graciosos ronquidos, casi gruñidos salvajes, tal mamut malherido; deslumbrado del sube y baja que eran sus decrépitos pechos en su respiración agitada. Sucias pecas hepáticas relampagueaban por sus senos. Era propietaria de un rostro que ampliaba el significado de la palabra crueldad, hererdera de unas facciones de murciélago. Capturaba su aliento.Un aliento que desprendía un hedor insoportable tal jauria de perros en estado de descomposición. Robaba su boca. Quería secuestrarla para tenerla conmigo hasta el nuevo amanecer. Pero ella despertó, carnal y acaramelada. Se encendió un cigarrillo, anónima, gris y muda, absorta en lo cotidiano.
Colocaba meticulosamente las cenizas de su cigarro sobre una cucaracha de verano posada y aburrida en la mesita de noche. Al tomar conciencia del gesto, sintió algo de vergüenza.La sangre, le goteaba de su espantosa nariz, con esa textura tan fina, la viscosidad justa, el bermellón perfecto. Su cabello era un cometa que me embrujaba con su fragancia; hedor a laca emanaba de su mugrienta cabeza. Gafas grotescas, estrambóticas, cadenetas de plata sobre los pellejos arrugados, sus lorzas mórbidas, frías y blandas. Era carne de momia perfumada. Con una sonrisa socarrona me indicó que me acercara. Me regaló un beso. Y otro, y otro. Los piñazos de sus afilados pelos, que colonizaban aterradoramente su mostacho, fueron particularmente molestos.
Nuestros labios quemaban de tanto besarnos y mis ropas aún conservaban sus puestos. El juego de lenguas y mordiditas era adictivo. Nos manoseábamos de forma frenética y maquinal, fría, anónima, con cierto grado de violencia y evidente falta de tacto. Jacinta empezó a besarme suave y ruidosamente las mejillas, acariciando mi exiguo pelo. No pude contenerme más y pasé mi mano por su cintura rubeniana, y bajé hasta sus velludas nalgas que eran flácidas como la gelatina. Ella me pasó sus brazos sobre mis hombros. Un insoportable hedor a sudor rancio desprendían sus peludas axilas. Nos miramos a los ojos, y nos besamos apasionadamente, como unos quinceañeros. Mi lengua exploraba su boca con ansiedad, descubriendo sus muelas podridas y carcomidas por la caries. Mordisqueaba su lengua. Ella me respondió con la misma pasión, nuestras lenguas se encontraron casi entrelazándose entre sí. Me paso el chicle que estaba masticando. Su sabor me era familiar. ¡Maldita cabrona!. No era un chicle, estaba resfriada. Nos levantamos de la cama entre toqueteos y lametones, que continuaron en el pasillo. Jacinta me comía el morro sin soltar mi herramienta, agarrándola con fuerza sobre mis pantalones, y a mi me faltaban manos para sobarla por todas partes. Que imagen más patética. Salimos a trompicones de la habitación y llegamos hasta el baño. Queríamos fornicar en el wáter, como en aquellas películas X que tanto había disfrutado de pequeño. Entramos al baño sin decirnos una palabra, empezamos a besarnos desaforadamente, me quitó la ropa con locura, me besó el cuerpo con pasión, puso su boca en nuevos lugares, y al instante estaba descubriendo mi mundo y yo sintiendo el suyo. Los dos estábamos cegados por la pasión del momento. Empezó a quitarme la camiseta y a besarme y morderme los pezones, con su mano tapaba mi boca para que los vecinos no oyesen mis gemidos.
Una aterradora ventosidad, mutiló aquel momento de pasión. Asustados, comprobamos como una decrépita anciana apretaba con esmero su vientre para vaciar el yantar podrido de sus entrañas. Era mi vecina del 5º 1ª.
-" Queréis dejarme cagar tranquila!"- gritó visiblemente irritada.




martes, 25 de octubre de 2011

CONSULTORIO DÖCTOR PREPUZIO XI

Israel Moon Que pasaría si un camaleón se mirara en un espejo en que color se camuflaría ?

Apreciado Israel, 
El camaleón es un sucio reptil escamoso, mugriento, cicatero y tremendamente hediondo, conocido por su capacidad de mimetismo: los muy medrosos, en una maniobra a todas luces pusilánime y cobarde, adaptan su color externo con el entorno que les rodea. Se caracterizan por su larga y rápida lengua, su poblada axila y por su pene gigantesco . Estos ovíparos son punkys, sordos y estrábicos de cojones: poseen la capacidad de dirigir sus cataráticos ojos de forma independiente, consiguiendo así un campo visual de 360º. Los camaleones tienen células pigmentarias especializadas en su dermis, conocidas como cromatóforos, que contienen pigmentos amarillos y rojos. Bajo ellas hay otras células pigmentarias, los guanóforos, que contienen una sustancia cristalina, inodora, insabora, radioactiva e incolora llamada guanina, que los hace invisibles cuando se miran en el espejo. Sólo los daltónicos pueden verlos.


Marc Reluz Apreciado Döctor, le escribo la siguiente pregunta.. estúpida pero curiosa...
Si en inglés KILL es matar... KILLO significa asesino?



Apreciado Marc,
KILLO ( -no confundir con 'quillo' - apócope de "chiquillo", de uso frecuente en el sur de España- ), es un potente supositorio ingeniado por el prestigioso farmacéutico iconoclasta Helmuth von Genscher. 
El muy cabrón, diseñó una sugestiva cápsula rectal, de consistencia sólida y hercúlea, forma cónica y simpáticamente redondeada en un extremo, que se empela para favorecer el vaciamiento del escroto de las personas que padecen huevismo. Suelen tener unas dimensiones aterradoras ( de 20 a 25 cm. ) y un peso ciclópeo ( de 100 a 150 gr.). Por su envergadura, es un fármaco de difícil absorción, pero una vez metabolizado, actúa eficazmente modificando los procesos celulares que desencadenan la inflamación escrotal.
Se administra por vía rectal, y es necesario el uso del mazo para su correcta introducción. Acojona, te lo aseguro.




viernes, 21 de octubre de 2011

MEDIA DOCENA DE HUEVOS

En la penumbra de la habitación yacía el cuerpo orondo y grasiento de Saturnino, durmiendo sobre unas sábanas revueltas, rodeado de mugre y marginalidad, con trozos de papel higiénico por el suelo y una miscelánea de olores, de sudación, de hepatitis, de hiena australiana con disentería. Su cabeza descansaba sobre una mugrienta almohada de flores rojas. Su rostro, de escasa suerte con la herencia genética, parecía un retrato cubista, un tremendo horror de la naturaleza. Un careto repulsivo, bendecido con la facultad de destacar entre la gente. En el aire flotaba un penetrante olor a mierda y deposición. Hacía mucho frío. La luz de la calle se colaba por las rendijas de la persiana. El silencio reinaba, absoluto, entre el cielo y la desolada avenida. Quietud inmutable solo quebrantada por los ronquidos, casi gruñidos salvajes tal rinoceronte aquejado de hemorroides, en decibeles imposibles, de aquel sapo calvo y maloliente. Me había despertado. Los padres de Jacinta nos habían invitado a pasar un fin de semana en el apartamento que la familia tenía en una pequeña aldea del Pirineo. El cabrón de Saturnino no permitió que Jacinta y yo durmiéramos juntos, por lo que tuve que hacerlo con aquella alimaña apestosa. Me levanté y fui a tomarme una ducha. Apenas había podido dormir. Les había prometido que para el almuerzo les cocinaría una tortilla de patatas a la vinagreta y debía ir a comprar los ingredientes. Un brusco movimiento intestinal me hizo extender los brazos contra las paredes de la bañera para mantener el equilibrio. Sonido de tripas, retortijones y gases inundó el baño. Me acluquillé en la ducha, apreté con esmero y..ploff!! el fruto maduro de la incomestible cena de Anacleta quedó allí, flotando en el suelo de la bañera. Tuve la feliz idea de abrir el grifo y con la corriente a todo chorro, ir empujando los montoncillos de heces hacia el desagüe. Pero no pasaba toda. Venga agua y más agua, venga presión y más presión, pero aquel mojoncillo negroide adornado con restos de sésamos del pan integral, se negaba a seguir el camino de sus compañeros de vientre. Más agua. Más presión. Nada. El asqueroso furullo no cabía por el jodido desagüe, y con más agua, simplemente se daba media vuelta y se iba flotando hacia el otro extremo de la bañera.  Tenía prisa, así que desenrosqué el teléfono de la ducha, quité la tapa, cogí con aparente normalidad el fruto podrido de mis entrañas, y con asombrosa destreza, lo metí dentro del tubo del teléfono de la ducha. Lo que sobró, lo empasté, a modo de masilla, en las juntas de las rajolas de la bañera. Me vestí y salí a la calle. Era pronto, y los comercios estaban todavía cerrados. Me dirigí a una cafetería y pedí un café para llevar. Me senté en un banco respirando el aire frío y puro de la montaña.
Una decrépita anciana de pelo lila y que se había peinado tocando un poste de alta tensión, me miraba con tristeza desde el otro lado de la calle, como se contempla a un perro atropellado por un coche. Se aproximó a mí para arrojarme unas monedas en el vasito de cartón que  sostenía en mis manos. En los labios de aquella octogenaria se dibujó una amable sonrisa. Me hizo una señal indicando que no hacía falta que se lo agradeciera. Miré mi vaso y luego a la mujer con una mirada colérica y desafiante. Me  había tirado 60 céntimos dentro de mi café. El sonido de las campanas de la iglesia, marcaban que eran las nueve de la mañana. Me dirigí a un pequeño colmado para comprar los ingredientes del almuerzo. Tras el mostrador de aquel pequeño comercio, aguardaba una hembra hirsuta y obesa. Aquella mujer irradiaba un aroma embriagador, casi hipnótico, asqueroso, capaz de tumbar a un elefante. Su cara estaba llena de granos de pus. Sus pocos dientes de conejo-morsa-vampiro-castor eran enormes y mordisqueaban nervisosamente su labio inferior. Tenía unas orejas deformes, una más arriba que la otra: la derecha era de enana, la izquierda de gigante, y de ellas salían gruesos pelos negros que llevaba atados con su bigote. Sus brazos, poblados por una selva de pelo, estaban pegados a su cuerpo. Pedí media docena de huevos y una botella de vinagre. Al salir de la tienda y comprobar los productos adquiridos, un escalofrío recorrió mi espalda. Empecé a sudar. La ansiedad y la zozobra empezó a  apoderarse de mí. Observo el temblor en mis manos, el sudor de mis palmas. No!. No!. Otra vez,no!!!!  Dentro del cartón de los huevos me parece reconocer un prepucio. Un enorme glande de pene que tanta angustia me provoca:




martes, 18 de octubre de 2011

EL CONSEJO CAPULLESCO DEL MES DE OCTUBRE

Para intentar relatar este post, intentaré no precipotarme, ya que hoy estoy muy sexible.
La sexualidad es la forma que tenemos de vivir y experimentar nuestro sexo. Con la expresión "Nuestro Sexo", nos referimos a la parte biológica, es decir, a nuestros grotescos genitales y las hormonas que determinan que seamos y nos sintamos como hombre o como mujer. Tiene que ver con nuestro cuerpo y las sensaciones que él nos genera desde que nacemos hasta la muerte. El sexo despierta, probablemente, más interés y al mismo tiempo, más confusión que cualquier otro aspecto de la vida humana. El concepto de sexualidad comprende tanto el impulso sexual, dirigido al goce inmediato y a la reproducción, como los diferentes aspectos de la relación psicológica con el propio cuerpo (sentirse hombre, mujer o ambos a la vez), y de las expectativas del rol social. En la vida cotidiana, la sexualidad cumple un papel muy destacado ya que, desde el punto de vista emotivo y de la relación entre las personas, va mucho más allá de la finalidad reproductiva y de las normas o sanciones que estipula nuestra decrépita sociedad.
La sexualidad empieza su proceso de formación desde el primer encuentro que el bebé tiene con el mundo, que en ese momento se centra principalmente en su madre. Las primeras vivencias relativas a la sexualidad tienen que ver con el contacto con sus padres y las sensaciones de satisfacción asociadas a este contacto (tomar pecho, dormirse junto a ellos, ser acariciados, ponerles el termómetro en el culo,...).
Así los niños van aprendiendo según como se relacionan sus progenitores con él, a establecer contacto con el mundo en lo que se refiere a su sexualidad. Por ejemplo, si los padres tienden a acariciar poco al niño, éste aprenderá a mantener cierta distancia y establecerá más tarde relaciones con los demás de acuerdo a esta forma de relacionarse que aprendió de sus padres.
De esta manera cada familia formará a sus hijos desde muy temprana edad, en una determinada manera de ver su sexualidad, que es única y particular. Y lógicamente yo tengo la mía. Tal vez desviada, pero es la que aprendí de mis queridos progenitores.
Los comienzos son muy paulatinos: cogerse de la mano, un beso en la cara, un beso en la boca, tocar los pechos, caricias... No obstante, al final la duda se concreta en saber cuál es la edad adecuada para iniciar las relaciones sexuales con penetración. Lo ideal es que se llegue a ese momento preparado psicosexualmente y que tanto los protagonistas como su entorno lo interpreten como un acto de responsabilidad y libertad.
Según un reciente e interesante estudio, los jóvenes españoles empiezan a tener relaciones sexuales a los 15 años. Yo cuando tenía su edad, intercambiaba cromos, no enfermedades sexuales.
Así pues, la familia juega un rol muy importante ya que determina la forma de percibir y enfrentar el mundo. Según lo que aprendamos en nuestra familia de origen actuaremos y determinaremos lo que es aceptable o inaceptable, para nosotros y los nuestros. En este sentido la familia es fundamental para construir la visión que se tenga de la sexualidad.
Por ello, y según lo valores que aprendí, en el consejo capullesco del mes de octubre, propongo una experiencia sexual fascinante y extraordinaria, que nos transportará a un océano de nuevas sensaciones de placer, gozo, deleite y fruición: copular con un pollo al ast:




viernes, 14 de octubre de 2011

TOPLEES EN OCTUBRE

Me desperté justo antes que sonara el despertador. Me sentí un superhombre. Afligido, cabizbajo, con el cuello torcido, y los hombros pesados por tener que sostener aquella descomunal masa macrocéfalica que me había ocasionado alopecia a causa de la constante fricción de la sesera con el suelo, caminé torpemente hacia el baño. Mientras orinaba, grité a mi pene:- “ ¿Te das cuenta hijo de la gran puta? Cuando tú lo necesitas, yo sí me levanto!”-.
Me miré al espejo y los vi. No pude evitar el estúpido parpadeo frenético que acompañan los tópicos de la sorpresa. Tenía el rostro poblado por una densa cordillera de abominables granos, pequeñas montañas nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos de los párpados no me dejaban ver y los que tenía en la nariz apenas me dejaban respirar. Mi rostro era una cuajada de forúnculos, una auténtica paella valenciana. Que ser más repugnante. Tenía el cuerpo parasitado de pústulas execrables, rebosantes de putrefactos fluidos y obscenidades esmeraldas. Ruborizado descubrí que los abscesos se habían esparcido por todo mi cuerpo. Los golondrinos habían crecido como hongos por mi espalda,  ingles y pubis. Si cerraba los brazos se me reventaban los granos de mis axilas. Con minuciosa obsesión, empecé a resquebrajar aquellos vomitivos bultos flemonados, salpicando de pus todo cuanto había a mi alrededor. Tenía hambre. Un intenso olor a café recién hecho invadió rápidamente mi mugriento apartamento.
Seguramente la perspectiva de un opíparo ágape mañanero, facilitó enormemente la labor. Un, dos, tres y mesa, sillas, platos, vasos… todo en su sitio y Jacinta sonriendo, mostrando sus ensangrentadas encías, dispuesta a servir para uno de los pequeños placeres de la vida: el desayuno. Pese a ser Octubre, hacía calor. Aunque la noche anterior había llovido ligeramente, tras el amanecer, el cielo presentaba un espectacular color azul, apenas sesgado por alguna nube dispersa y un par de estelas de avión. A buen seguro, sería una excelente jornada de playa. Jacinta trabajaba en la hamburguesería, así que decidí ir solo. Desplegué la toalla encima de la cama. La doblegué longitudinalmente por la mitad. A lo largo; y la enrollé hasta formar un cilindro.
Ataviado con ropa ligera de abrigo para superar el rocío de la mañana, caminé con intermitencia hacia a mi destino, por un sendero flanqueado de bellas margaritas blancas y amapolas de un rojo intenso.
Ante mí, una inmensa franja de arena, jalonada por pequeños matorrales, que brillaba con fuerza bajo el incipiente sol mediterráneo. Las olas, abrazando suavemente la orilla con movimientos serenos y acompasados, me daban la referencia de la enorme extensión que se presentaba ante mis estrábicos ojos. Increíblemente, tal vez por la temprana hora, estaba prácticamente solo. Un par de octogenarias jugando al bingo y dos guiris en topless aguardaban pacientemente la salida de los primeros rayos de sol.
Me acomodé en un lateral de una enorme piedra, con la esperanza de disfrutar del silencio del viento. El agua estaba tibia, cristalina, y numerosos peces acompañaron mi nadar. No sabía bucear, así que solo pude mover los brazos en mi flotador. Me sequé. Me zampé media docena de chuletas de pollo en aceite hirviendo, unas jamonetas y chicharrones con patatas en salsa rosa, unos tamales con tocino cocido y una ración generosa de tacos mexicanos con chili y pedazitos de ajo sofritos. Lo acompañé con refresco azucarado de 5 litros. Parecía un mamut hambriento. Me sudaban las manos y me olían los pies. La grasa mantecosa brotaba de mi piel brillante y sebosa. Mi rostro había adquirido un tono rojo como un pimiento a punto de madurar. Tenía los dedos mugrientos de grasa y las uñas negras como el destornillador de un pocero. Había engullido con tanta ansia y codicia que las venas de mi cuello estaban a punto de reventar. Decidí dar un paseo para contemplar el verde horizonte interminable. Llegué hasta la zona donde las guiris boca abajo tomaban el sol. Quedé perplejo. Tras el pelo de una de ellas, enseñaba un cuello sedoso que besaría encantado. Su espalda era plana, rota su planicie por dos paletillas sobresalidas, un costado de seda y huesos, y una espina que se dibujaba para perderse bajo una braga rosa incapaz de ocultar esos mofletes redondeados bajo los cuales nacían sus muslos y piernas. Los pocos hombres allí congregados no pudieron más que sucumbir ante el magnetismo de su peso y forma. Note un calorcillo familiar en mi entrepierna. El dibujo era inmenso. No nos habíamos cruzado miradas, apenas conocíamos nuestros rostros pero algo en mi subconsciente me decía que la atracción podía ser reciproca. Me imaginé que mis manos se deslizaban rápidamente para ponerle cremita, tímidamente, pero mis ojos se perdieron en el dibujo de esos dos senos apretados contra el suelo…
Llevaba un biquini rosa, resaltando el bronceado de su húmeda piel, y dibujaban una silueta difícil de dejar de mirar. No me atrevía a observarla por miedo a descubrir unos aterradores sentimientos que me empezaban a volver loco y que sabía que no conseguiría dominar.  Era tan hermosa que dolía a la vista. Sentí palpitar mi corazón aceleradamente. Imaginaba con creciente excitación, sus pechos pequeños pero firmes, sus pezones erectos, las suaves curvas de sus caderas, sus nalgas redondeadas, su pubis moreno y recortado. Reuniendo todo mi valor, me acerqué para charlar con ella…

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martes, 11 de octubre de 2011

GODOFREDO, EL FALSO GINECÓLOGO

Es mi hermano Godofredo. La suya es una historia de un niño de tez morena y sucia e  inmundo y tiñoso aroma. El relato de un chiquillo inquieto, raquítico, enfermizo, con cara de porcelana, de corta inteligencia y estéril. Se crió entre polvo, droga, brotes de tuberculosis y sarna, ratas y un intenso olor a hedor, orines, basura y azufre. Vivía en una chabola hecha con tablones, latas y telas viejas. Entre montones de basura y barro, cerca del vertedero de Las Barranquillas. Mis padres lo abandonaron por feo.  Un microcosmos dedicado a la venta de heroína y cocaína, un feudo dominado por clanes gitanos que se reparten el espacio y luchan de forma sigilosa y macabra, por hacerse con los clientes. Se dedicaba a la mendicidad y a los pequeños hurtos. Su cuerpo era tan débil como su mente. Un cerebro perturbado, enajenado, obsesionado con los símbolos fálicos. Tenía un ojo vago y la patología se le extendió por todo el cuerpo. Sobrevivió robando, pidiendo limosna, lustrando zapatos, vendiendo periódicos ó masturbando a desconocidos a cambio de unos céntimos. Era ludópata. En una ocasión entró en una frutería y pidió dos sandías y tres avances. Jugueteaba con sus propias heces, construyendo figuritas satánicas, como si de plastelina se tratara. Pintaba dibujos con el plastidecor blanco, pero nunca se metió un huevo Kinder por el culo. Pasaba el día de San Valentín creando perfiles falsos en meetic.com. Era un hombre que se iba a la cama con el beber cumplido, muy aficionado a cazar gamusinos. Mutilaba sin piedad su escroto. Sin duda no era una persona agraciada. Fascinado por la idea de castrarse, mi hermano Godofredo padecía el síndrome del Pajillerus Vulgaris, una anómala e insólita patología considerada como una alteración de los hábitos y comportamientos sexuales. Las personas que lo padecen, son asaltadas por sus ansias carnales y se dedican a tocar su zambomba con cualquier pretexto, excretando gran cantidad de baba mientras masajean su pene. El trastorno le conllevó la pérdida de un ojo y los dientes, y la aparición de acné y herpes en todo el cuerpo, lo que le hacía ser presa fácil de los desalmados de su barrio que le apedreaban como si de un leproso se tratara. Era un niño de 10 años, con mirada de 20, vida de 50 y un pene de 80 de tanto meneárselo. Un muchacho de mirada pilla y pinta de desahuciado. Un chaval que intentaba sobrevivir a una generación marcada por la marginación. Un desperdicio humano que comía cáscaras de pipa escupidas por los vagabundos y bebía de aguas fecales. Pese a su escaso vigor mental, con seis años, en la escuela, durante el poco tiempo que la frecuentó, desobedeció el séptimo mandamiento, robando unos lápices de colores que después vendería para invertir las ganancias en revistas pornográficas y hierbas diversas. A los siete años asaltó un geriátrico para robar las bragas sucias de las ancianas. Godofredo tenía una extraña atracción por las braguitas mugrientas de las octogenarias. Las olía profundamente. Lo que después pudo hacer con ellas son meras especulaciones. A los ocho ya se había hecho un nombre en el barrio. Robaba tiendas sexshop y los coches eran su objetivo. Era diestro en el manejo de navajas y pistolas, así como en el arte del birlibirloque. Estaba curtido en cientos de batallas, equipado para la guerrilla callejera. Olía el miedo de sus adversarios cual mamífero carnívoro y carroñero hambriento. Atacaba sin piedad a turistas para robarles todo cuanto llevaban encima. Les asestaba brutalmente navajazos, y con cada cuchillada que acertaba, les contagiaba el ébola, herpes, ladillas, sífilis, la peste y todo tipo de infecciones provenientes del rico ecosistema presente en el filo de su navaja. A los nueve ya se atrevió con los bancos. Godofredo ya se había convertido en un habitual en la sección de sucesos de los diarios de la época. Había puesto en jaque a toda la Policía y los miembros de seguridad.  Ya con 16 años, la mayoría de edad penal, nada pudo salvarle de una nueva condena que lo llevó a la cárcel. Su delito esta vez, la estafa. Localizaba sus víctimas a través de la guía telefónica, y éstas acostumbraban a ser mujeres desvalidas, ancianas inocentes y pardillas. Simulaba ser un encuestador del Ayuntamiento. Llamaba a la puerta de sus víctimas con el pretexto de realizar una encuesta y les pedía que les chuparan el pene. Evidentemente era un timo. No había tal encuesta, lo único que quería era que le comieran el miembro. A sus 16 años, Godofredo, todavía un niño de rostro aterrador y espeluznante, fruto de la convergencia de la raza humana con las urracas, con un intelecto equiparable a la del pez payaso, pero un chiquillo pese a todo, ingresaba en la cárcel de Carabanchel. Un presidio habitado por asesinos, violadores, criminales, forajidos, dementes y escoria social. Allí conoció a uno de esos delincuentes, con el que entabló una sentida amistad, y con el que coincidiría en las actividades comunes de los presos: macramé, petanca, aerobic... En la biblioteca de Carabanchel se aficionó a las revistas pornográficas y se enganchó. Quedo fascinado por la infinita belleza de la vagina femenina, seducido por la hermosura del felpudo mujeril, hipnotizado por el eterno esplendor de las vulvas. Advirtió que el monte sagrado era un ente casi perfecto, que habla y te cuenta qué sienten las mujeres. Entendió que no hay mujer fea por donde mea. Obsesionado las almejas al vapor, cumplió íntegramente la pena y pudo salir en libertad condicional. Una vez excarcelado, decidió abrir una consulta particular como falso ginecólogo. Quería trabajar en dónde se divertían los demás. El modus operando del falso doctor consistía en pasar a las mujeres sin cita previa, es decir, sin solicitarlo en el mostrador. Las pacientes acudían a la consulta a puerta cerrada, sin enfermera ni biombo. Las tumbaba en la camilla semidesnudas, y el muy cabrón les mandaba colocarse en posturas inusuales para proceder a masajearlas. Solía vestir con pantalón, chaqueta y corbata. Su trato era educado y tranquilo. Nada despertaba motivos de duda. Con la excusas de practicarles terapias rehabilitadoras, el falso facultativo masajeaba ingles, glúteos y mamas, para finalmente introducir los dedos y objetos fálicos, en la vulva. Les realizaba frotis vaginales con el dedo corazón, y hábilmente, daba el cambiazo: les metía el pene y les sacaba el dedo.
Y alé, ya estaba copulando. Godofredo estuvo trabajando como falso ginecólogo durante 5 años, efectuando manoseadas genitales y oscultaciones vaginales a más de 200 mujeres.
Un día, comiéndose las uñas tras una jornada de trabajo, sufrió un ataque anafiláctico  que casi le cuesta la vida. Era alérgico al marisco. Fue detenido e ingresado en prisón.



viernes, 7 de octubre de 2011

LAS RUINAS MAYAS

Siete años sin tomar vacaciones es mucho tiempo. Tal vez demasiado. La última vez que entré en una agencia de viajes fue para preguntar como volver a casa.  Y siendo un viajero incansable, ese período me pareció una eternidad. Por ese motivo, cuando en julio mi amigo Evaristo me propuso formar parte de una expedición arqueológica para intentar encontrar las ruinas del Yacexchilan, la Diosa de la fecundidad maya, no lo dudé ni un segundo. Nunca había hecho algo así, pero la idea me apasionó. Si bien hacía unos meses que había retomado el gimnasio, decidí encarar un plan de preparación más exigente. El gran día llegó.
El jefe de la expedición  se sentó en la primera fila de los asientos del autobús y empezó a cantar canciones monjiles y versiones moñas de Los Beatles. El muy capullo aplaudía hechizado, visiblemente emocionado, invitando a sus colegas que tararearan con él las estúpidas melodías. Nadie le hizo caso. La noche ya era cerrada y llovía en el exterior. Las gotas resbalaban por el cristal y se unían unas a otras, dejándose caer hasta el suelo mojado de forma sumisa. El limpiaparabrisas del autocar apenas daba abasto para limpiar el agua que caía sobre el cristal cada vez con más intensidad. Una ligera niebla entorpecía la ya poca visibilidad de la carretera. Habíamos iniciado el ascenso a la cordillera del Yucatán. Se escucharon unos ruidos secos, metálicos. Procedían del maletero del autocar. Horrorizado suplicaba golpeando la carcasa para que me sacaran del maletero donde me habían encerrado. Malditos cabrones. Me asfixiaba, pedía auxilio con voz ronca. El maricón del conductor, al oír mis bramidos de socorro, más meneos le metía al autocar, frenando y acelerando bruscamente para que los hostiazos que me diera fueran más brutales. Llegamos al destino y la densa vegetación iba meciéndose al compás del viento que empezaba a soplar. Empezamos a montar las tiendas de campaña, en lo que sería el campamento base. En apenas 2 horas amanecería por lo que optamos por no dormir e iniciar nuestra expedición con los primeros rayos de sol. Yo continuaba mareado, cianótico. Estaba pálido como un cadáver. Dos de los arqueólogos decidieron acompañarme a dar un paseo, en una actitud un tanto extraña por el inaudito altruismo hacia mi estado de salud. Nos adentramos en la selva. Árboles enormes y matorrales cerrados formaban un laberinto vegetal. El boscaje era denso, con una oscuridad casi asfixiante. Teníamos que usar las manos para abrirnos camino entre las ramas y las vastas hojas arañaban nuestros rostros conforme avanzábamos. Apenas podía seguirles. No había espacio para moverse. Las raíces y las plantas enredaderas conspiraban para que tropezaran mis pies. Tras tres horas de travesía, nos detuvimos a descansar. Paramos en una zona donde la maleza era abundante y tenebrosa. Uno de los expedicionarios propuso jugar al escondite. En el sorteo, amañado, me tocó a ser el 1º en contar. Debía hacerlo hasta 5.000. Me volví contra un árbol, me tapé la cara e inicié el agotador conteo ayudándome para ello de los dedos de mi mano. Mis compañeros huyeron velozmente hacia el campamento. Tras 90 minutos de recuento, me giré . Estaba rodeado de una maraña de arbustos y tupida maleza, pero ni rastro de los arqueólogos. Empecé a gritar: -“ ¿Donde estáis cabrones?”.“¿Podéis ayudarme? “- Mis esfuerzos eran estériles. Me habían abandonado como a un perro. -“Eooooooooo! Hay alguien?”- .-“ Estás solo capullo de mierda!”- me contestaba el eco. Me habían dejado en  medio de la selva para poder llevarse ellos la gloria al descubrir las ruinas. Agotado y desorientado empecé a caminar sin rumbo a través de la vasta jungla, impenetrable, tupida, hostil. Había oído que uno se puede guiar por la estrella polar. Así lo hice. Levanté la mirada y divisé una luz fascinante, un fastuoso destello incandescente que se movía en el cielo nublado. Era la Estrella Polar. Si la seguía caminaría hacia el Norte. La empecé a perseguir. Primero andando. Luego al trote y finalmente al srint. El puto cometa se movía cada vez a más velocidad. La estrellita de los cojones cambiaba intermitentemente de color. Primero rojo. Luego azul. ¡Me cago en la puta!. No era una estrella. Era un jodido avión. Aturdido y desmoralizado, reemprendí la marcha adentrándome de nuevo en un mar de plantas y árboles que se entrecruzaban en una densidad inconcebible. Oí un ruido que me sobresaltó. Procedía de unos espesos matorrales. Una bestia dejó escapar un ronco gruñido. El aire soplaba y la humedad era asfixiante. La madera de los árboles crujía quedamente por el viento. Experimenté la sensación de ser observado. Había lago allí. Muy cerca. De pronto se abrió el ramaje de unas lianas y un bravío jabalí salió tras ellas. Era una hembra. La bestia emitió un profundo y gutural gruñido. Colmillos como dagas sobresalían de su hocico. Sus ojos parecían querer devorarme. Sentí como se me removía el estómago. Pareció transcurrir una eternidad, pero el puerco salvaje no se movía. Noté como bajaba un sudor frío por la espalda y se me acumulaba en el cinturón. Bendito sudor. El viento cambió repentinamente de dirección. Ahora soplaba con fuerza hacia el norte. El mamífero pudo olfatear mi olor a sudación. Un hedor rancio, verraco, estiercolero. Una tufarada de cerdo. El jabalí, al comprobar que yo probablemente  era un ejemplar de su especie, dio media vuelta y desapareció entre los matorrales. Respiré aliviado. La selva empezó a despertar. Se escuchaban el griterío de las crías de las aves pidiendo el desayuno a sus progenitores. Los macacos comenzaron a chillar, juguetando entre las ramas de los árboles y las panteras rugían hambrientas. Los rayos de sol que consiguieron atravesar la tupida maraña arbórea, acariciaron mi piel. Me bajé los pantalones y tras tocarme el pene, éste erectó y pude comprobar que eran las 7.00 de la mañana a juzgar por la sombra que desprendía mi falo tieso. Me dolía la cabeza. Me dolían brazos y piernas. Estaba perdido. Tendría que trepar por los árboles que me rodeaban para ver si veía lago. Pero apenas me quedaban fuerzas. El cansancio se había apoderado de mí. Débil y extenuado, decidí tomar una decisión impropia de un hombre de mi escaso intelecto. Aquella selva era colosal, virgen, primigenia. Parecía palpitar como  si tuviera vida propia. Aprovechando que el día había amanecido despejado, decidí subirme a la copa de un árbol. Frondosa vegetación serrana se perdía en el horizonte. Grité pidiendo ayuda. Un chillido desgarrador, impotente, desesperado. -“ Socorro, Auxilio”- grité afligido. PAAAM!. Un balazo rozó mi cara y se incrustó en el leño del abeto. El silbido de una segunda bala que destrozó mi oreja, me hizo reaccionar. Unos cazadores furtivos me habían confundido con un mono. Cegado por la desesperación, salté al vacío intentando huir de aquel lugar. El hostiazo que me di fue brutal. No podía ponerme de pie. Empecé a sentir un respirar muy agitado, mi corazón latía angustiosamente. Una tercera ráfaga de disparos descargó a escasos metros, desplumando un longevo helecho. Los tenía cerca. Muy cerca. Con las pocas fuerzas que aún albergaba, y a cuatro patas, me escabullí entre los matorrales. Aullaba de dolor, contoneando mi cuerpo. Recorrí un par de kilómetros. Los zarzales me habían arañado el cuerpo. Había conseguido despistar a los cazadores. Paré a descansar. Estaba exhausto. Allí reinaban  los rugidos de felinos, monos y el canto de los pájaros. Todo era verde, se sentía el ambiente salvaje. Me levanté,  tomé un largo sendero entre verdes matorrales, hasta que súbitamente aparecieron, entre el espeso follaje de la selva, las ruinas, sepultadas por el tiempo, de la mitica Yacexchilan, la diosa de la fecundidad. Lo había conseguido.



martes, 4 de octubre de 2011

LA MUJER DE LA CURVA EXISTE

Fuera, en la calle, ya había anochecido hacía un buen rato. El viento soplaba con una fuerza inusitada, como antesala de una tormenta que estaba a punto de llegar. Antes de cerrar la oficina con mi llave, limpié el microcosmos vivo de pelusa, pelos y migas del teclado de mi pc.  Tecleé con dificultad en la pequeña consola la clave para activar la alarma electrónica. Esperé unos segundos tras cerrar la puerta hasta que escuché un pitido agudo que indicaba que la alarma quedaba en servicio, y con un gesto instintivo me eché la gabardina por encima de los hombros. El frío arreciaba y empezaba a lloviznar. Con paso rápido caminé por la calle lamentándome en silencio por el fracaso de la utopía. Olía la humedad en el ambiente. Un aire gélido recorría la ciudad, produciendo un sonido fantasmagórico. En un callejón, un perro famélico, sucio y maloliente rebuscaba en un cubo de basura. Varios metros más allá, una mujer era violada por un negro hijo de puta. Al lado un yonki sidoso y maricón esperaba que algún transeúnte distraído pasara para rajarle, robarle la cartera y conseguir la próxima dosis de mierda de diseño. Me miré en la ventana de un coche. Me percaté que había gente dentro copulando. Eran dos hombres. Alcancé mi vehículo. Abrí la puerta y con rapidez me introduje en su interior. Metí  la llave en el contacto y en breves segundos una tenue luz dio vida al mugriento cuadro de mandos. Giré la rueda de la calefacción, y me dispuse a iniciar la marcha hacia mi casa. Me pasé la mano por el pelo y la lengua por mis labios. Bajé la ventanilla para apoyar un brazo, me encendí un cigarro y levanté la cabeza con aires de ganador. Exhalé el humo con gusto y dejé que el pitillo colgara lacio de mis labios. El humo ascendió a mis ojos y tuve que entornarlos formándose gruesas arrugas. Que imbécil. Busqué en la guantera el cassette de Camilo Sexto. Me cagué en su madre cuando recordé que lo había visto por última vez encima de mi cama. Decidí encender la radio para hacer el trayecto más apacible cantando como si me estuviera jugando la estancia en la academia. Giré a la derecha para incorporarme a la carretera comarcal por la que tendría que transitar varios kilómetros. No me gustaba nada regresar a casa por ese camino, máxime cuando hacía una noche tan desapacible como aquella, ya que el firme no se encontraba en buen estado y apenas había iluminación. De hecho se había producido en ella varios accidentes en los últimos años, alguno de ellos mortal. Esto también había dado lugar a habladurías de la gente, que afirmaba que en una curva se aparecía una mujer joven vestida de amarillo y con aspecto desaliñado que había muerto años atrás. Quién conseguía verla se despeñaba por el  barranco con el coche y moría en el accidente.
Yo no era persona que diera mucho crédito a este tipo de historias. Sin embargo tenía que reconocer que había algo en esa carretera que me provocaba una sensación extraña, de intranquilidad. No obstante, me daba mucho más miedo a que uno de mis amigos me llevara al diario de Patricia o que Callejeros me grabara borracho y lo viera mi madre.
Ya había dejado atrás las luces de la pequeña ciudad, y la oscuridad lo inundaba todo. Sólo el resplandor de los faros delanteros era capaz de romper con la negrura de esa noche sin luna. La niebla cubría la oscuridad con su manto blanquecino, impidiendo ver más allá de unos pocos metros.
De pronto, una sensación muy extraña se apoderó de mí. Me di cuenta que no se escuchaba ningún ruido, salvando la radio y el sonido del motor y los neumáticos sobre la gravilla. Tenía el pene erecto. Tal vez esa fuera la extraña sensación. Conducía con gran nerviosismo pues entraba en la curva donde aquella chica de la leyenda urbana se mató. Era la una de la mañana y el silencio sólo era interrumpido por incisivas ráfagas de viento, tan frío que mordía los huesos. Insulté ingeniosamente a un organismo de inteligencia inferior. Era una mosca que se había colado en mi vehículo. Al tomar la curva la divisé. Era la chica de la leyenda. Frené en seco y con mis manos me tapé el rostro, con la esperanza de que todo fuera fruto de mi imaginación. Paré en el arcén sin saber bien para qué, ni que me encontraría. Abrí la puerta del coche y salí. Fuera llovía copiosamente, pero apenas se escuchaba algo más que el ruido del motor y el golpeteo de las gotas de lluvia en el techo del coche. Mi corazón empezó a latir aceleradamente. La espectral aparición me preguntó si podía llevarla. Balbuceando, sin haber despejado del todo ese hormigueo que tenía en el estómago, pregunté a la mujer quién era, y que hacía allí. Sin embargo ésta no articuló palabra. Su mirada seguía perdida Dios sabe dónde… No podía ser. No podía estar nadie allí. No podía ser que esa vieja historia de la mujer de la curva me estuviera ocurriendo a mí. Acojonado, la invité a entrar a mi vehículo. A medida que se iba acercando, mis dudas se iban disipando. Rubia, ropa amarilla, prendas mojadas…Era la mujer de la curva. Subió al coche…y recorrimos cientos de kilómetros…



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