Aquel faraónico
centro había sido concebido por crédulos atletas para dar respuesta a las
necesidades de los deportistas, a la gula de grotescos idólatras del
cansancio, a la gazuza de decrépitos prosélitos de actividades excretoras de
sudación.
Grandes
estantes colmados de prendas de lycra, pelotas de pilates, stepeers y bancos de
musculación. Ingentes alacenas henchidas de balones de fútbol sala,
bidones de bebidas isotónicas y sondas de pesca.
Museo
del fitness, running y natación; templo consagrado a la grandeza disciplinar
del submarinismo, tiro con arco o ping-pong. Santuario de los incondicionales
de la catequesis física, dónde uno podía hallar auténticas obras de arte
ante las cuales rendir pleitesía a tan estúpida afición.
Los
pasillos del vasto bazar deportivo, cuya mera pronunciación suscita obturación
coronaria, estaban atestados de cicateros personajes poseídos por el furor
adquisitivo.
Hordas
de individuos ataviados en chándal, buscando apaciguar el gen coleccionista de
zapatillas deportivas, subían y bajaban embutidos con bolsas por las escaleras
automáticas.
Ilusos.
Imbéciles.
La
aglomeración, con estúpida expresión de adoración teatral, emanaba un aroma
intenso, entre orines y secreciones antiguas.
Había decidido acudir al centro comercial
para adquirir un set de juego de petanca, y deparé unos instantes en analizar
aquella compulsión consumista de cientos de personas que pugnaban puerilmente
por el saldo, los leggings o las gafas de buzo.
Una
sensual y sincopada voz interrumpió el bullicio de la gente para lanzar una
oferta en la sección de equitación. Los clientes, en el saturado pasillo
principal, se enzarzaron en intrépida refriega para llegar primero a la sección
de hípica.
Mientras
observaba jocoso la dantesca escena, la descubrí.
Su belleza candorosa
pero procaz, su piel canela y sus atezados ojos me cautivaron inmediatamente.
Desprendía lujuria y
concupiscencia, y no existía nada
artificial, premeditado en ella. Su pelo negro azabache ondeaba ligeramente
invitándome a abordarla.
Comencé
a tejer mentalmente lo que debía decirle para presentarme, cuando giró la
cabeza y nuestros ojos colisionaron en una mirada fugaz, sucia,
inesperada, libertina, lasciva.
Aquellas
retinas exhalaban libídine y erotismo feroz, y parecían destilar música en cada
pestañeo.
Percibí
como mi achacoso corazón agitaba la sangre con
ímpetu, rociando mi alienado cerebro con un adictivo cóctel de
hormonas, dilatando mi apéndice fálico.
Empecé a hiperventilar. El sudor empapó
mis axilas y percibí como el flujo varonil anegaba mis conductos seminales.
Instintivamente, imaginé cómo mis glándulas testiculares golpeaban su perineo.
Ella
me estaba sonriendo, entre tímida y socarrona, invitándome a poseerla, como
anticipando lo que estaba a punto de acontecer.
Sin
mediar palabra, la cogí con mi mano y entramos en uno de los probadores para
satisfacer nuestros instintos más primarios.
La
penetré...Una y otra vez...Volvemos en Septiembre...