jueves, 30 de mayo de 2013

¡ SOY PÁJARO !


Con los ojos inyectados en sangre, me hallo posado sobre la reluciente taza mayólica, sudando, apretando con rudeza el punto canicular de mi andorga.
Con una maniobra de naturaleza animal, y precedida de desgarradores gritos,  consigo expulsar un mojón de sansónicas dimensiones.
Me aseo pulcramente el tercer ojo con un pañuelo balsámico. Tengo una extraña sensación, percepción lóbrega, una intuición tal vez.
Me acerco al retrete para escrutar la aleación ambarina de mi orín, girando en ponzoñosos remolinos de espuma, sobre los que surcan pelos ondulados que serpentean antes de ser engullidos por el desagüe.
Observo el recorrido gelatinoso del fruto podrido de mis vísceras, resbalando con denuedo a través de la taza. El rastro tiene una inquietante tonalidad azulenca.
Algo no marcha bien.
Reúno testiculina, penetro mi brazo derecho por el excusado y recojo un generoso trozo de materia fecal, todavía caliente, para su estudio.
El sedimento excrementicio emana un aguzado hedor a ázoe. De él, se desprenden como las hojas secas arbolinas en otoño, pequeñas plumas grisáceas, plomizas, cenizosas.
No hay duda. Estoy sufriendo alguna especie de metamorfosis genética.
Un nudo recorre mi garganta, haciendo erizar mi vello púbico.
Me miro al espejo, y aprecio un amorfo cuerpo sustentado en un pierna, mientras la otra extremidad es retraída a la altura del vientre, en una acrobática postura grotesca.  
Observo, titubeante, como mi cuello se estira y  mi cabeza ladea, con raudos movimientos, tal gucamayo tropical. 
Los ojos, oscuros y sombríos, son mayúsculos en proporción al diminuto tamaño de la cabeza, y se encuentran sepultados en las cuencas. Irrumpe bajo una prominente y agrietada frente, una nariz aguileña, ganchuda, un poderoso apéndice cartilaginoso, corvo y arqueado.
Mi garganta, tierna como carne de seno materno y de forma lanceolada, es erizada, dándole un aspecto hirsuto.
Un felino y reflejo movimiento me lanza al suelo. De forma maquinal, picoteo las baldosas del baño. Es un cacahuete.
Mi miro de nuevo en el espejo quebrado y mugriento, petrificado, sin parpadear, saco un peine y trato de restituir la poca dignidad perdida tapando mi mugrienta alopecia con el atezado mechón de pelo lacio y grasiento.
No es algo metafórico ni poético, tengo cara de pájaro, rostro de ave, soy una jodida tórtola.
Subo al tejado de mi morada.
Escruto el horizonte de azoteas que asoman sobre la superficie de la urbe como picudas madréporas. El ronco grazno de un planeador córvido llama mi atención. Cola acuñada, cabeza saliente, esfínter dilatado. Su vuelo me sorprende por la agilidad y los repentinos cambios de dirección. Tras él, una jauría de fámulas palomas acicala sosegados bisbiseos de aire, expeliendo impunemente sus níveoaceitunadas heces.
Con fogosos anillos de nubes en el confín, diviso como un gorrión alterado genéticamente por la inclemente contaminación,  de pico ganchudo y ásperas garras, baila en círculos con sus alas nítidas y rudas. La elegancia innata en el movimiento de sus extremidades, me deja perplejo.
Padezco una insólita erupción de decoro, libertad y fascinación.
Pienso, contumaz, que quiero ser como ellos. Soy como ellos.
Un cloqueante y metálico bramido exhala de mi garganta.
 -¡Praaak, praaak!- gorjeo de forma refleja.
Es la señal.
Brioso y exultante de energías, subo al alféizar de escasos 30 centímetros de ancho. Extiendo los brazos y cierro los ojos. Respiro y percibo la plenitud del instante. Soy soberano de las alturas. El aire ahora acaricia mi avícola faz. Espero pacientemente la llegada del corriente de aire ascendente. Es la victoria del espíritu libre sobre la materialidad inerte.
Voy a volar.





miércoles, 22 de mayo de 2013

EL GAMUSINO DE AVILÉS


La colina se había transformado en un invaluable mosaico de maravillas naturales, conquistada por un ampuloso manto blanco, hercúleos abetos, ámalos desnudos y colosales costras de hielo. Tras ella, se alzaba majestuosamente el vasto Pico de Cienglandes, dónde  según cuentan fábulas norteñas, vive cobardemente escondido el último ejemplar hembra del gamusino de Avilés.
El paisaje, de un albugíneo inmaculado, parecía exánime, yermo, exento de vida.
El frío, cabrón dónde los haya, calaba mis huesos, achatando molestamente mi escroto, menguando mi exiguo falo, colándose por las empuñaduras de mi empapado chándal azafranado. Había porteado consigo a su más fiel camarada, la lluvia. Era atronadora y agresiva. Cada gota era como un navajazo que atravesaba mi lampiña y sonrojada cabeza.
Desde mi menesterosa infancia, tenía celosamente custodiado un deseo: constatar en primera persona la existencia del mitológico gamusino; aquel candoroso animal, supuestamente imaginario, causante, todavía hoy, de mi incontinencia urinaria vespertina y promotor de la equimosis que había mutilado mi orgullo.
Ese anhelo, allí, en tierras asturianas, estaba a punto de cobrar cuerpo y realidad.
Cucufate, un rudo campesino, con esa edad indefinida que caracteriza a los fornidos mamporreros, contratado para tareas de sherpa y rastreador,  mi hermana Hurraca, queriendo cumplir sueños postergados, y yo, inmerso en una vorágine de convicción pueril, formábamos  la correría que ambicionaba descubrir el último ejemplar de tan quimérica alimaña.
Sumando las personalidades y caracteres de cada uno, la intrépida expedición resultaba una avezada mezcla de experiencia, resistencia y gilipollez.
El rastreo olfativo de las heces y orines nos había conducido a una hermosa llanura cubierta por una alfombra blanca y ondulada, dónde instalamos el último campamento antes de caminar hacia la ilusión cumbrera.
-¡Yéeeeheéeee, hora de retomar la marcha!-anunció Cucufate hechizado por el mágico mimetismo existente entre los pueblerinos y la montañas.
Iniciamos nuestro cuarto día de marcha, siguiendo las huellas cinceladas en el manto blanco.
El horizonte era complicado; una ascensión intrincada con el suelo húmedo, casi imposible, caminando sobre la gruesa capa de nieve que cubría la piel de la montaña. 
Los pies nos resbalaban en todo momento y era muy arduo ascender. Cada paso hacia adelante exigía un esfuerzo heroico. Mis piernas, debilitadas por la gangrena e hipotermia, apenas respondían, doblándose, haciendo encorvar mi espalda.
Comprobamos que la raposa criatura caminaba al paso, como si estuviera gobernando cuanto ocurría  a su alrededor, avizor, buscando el ágape de esa noche. Deparamos, que en un momento de su marcha emprendió una veloz carrera, bien acojonado por el canino de un pastor o por el acecho de un depredador.
Estábamos cada vez más cerca.
Un brusco gesto con el puño de Cucufate, como el de un curtido marine, hizo detener en seco la marcha.
Había descubierto algo. El rudo labriego, flexionó su pierna derecha y con su dedo frotó restos de código genético esparcidos sobre la nieve. Meditativo, como escuchando al viento, se llevó el dedo a la boca.
- Diarrea- sentenció con insultante seguridad.
Era una buena señal. La indisposición del gamusino no permitiría recortarle distancia.
Apresuramos el paso. Embriagado por mi anhelo, la piernas ya no pesaban, respondían como las de un tórrido atleta.
Empezamos a correr como conejos por un camino cuesta arriba que serpenteaba entre extrañas rocas de punta orbicular, incendiando cuantos arbustos se entrometían en nuestro paso, lapidando sin piedad a la exótica fauna silvestre.
El cabrón de Cucufate lanzó una exclamación de alegría y señaló un estrecho cañón entre dos laderas verticales de la nevada montaña astur. Eran dos diques atezados de roca, pulidas por las inclemencias meteorológicas de millones de años.
El sueño estaba cerca, casi lo podía acariciar con mis tumefactas manos.
Tras más de una hora deslizándonos tal larvas helmintas por el delgado sendero tallado en el granito, llegamos a la cañada, dónde terminaban las evidencias de la huellas. 
Cucufate fue el primero en asomarse, seguido de cerca por mi hermana, impulsada estúpidamente por el deseo de flamear la bandera norcoreana.
Cuando divisé el paisaje que tenía delante, me pareció que era otro planeta. Estaba frente la campiña que me había usurpado tantas noches de sueño. Si no hubiese tenido tan revuelto el estómago por el hedor a excrementos y el agotamiento, hubiera pensado que había realizado un viaje cósmico.
–Ahí está, el Valle del gamusino de Avilés– anunció visiblemente emocionado el rastreador.
Ante nosotros se esparcía un bellísimo altiplano volcánico. Emplastos de áspera vegetación glauca, tupidos matojos y grandes níscalos multiformes crecían por todas partes. Había infinidad de arroyos de agua burbujeante, docenas de hadas ninfómanas desplegando sus alas en busca de bálanos, cientos de unicornios de enormes penes jugueteando, fálicas formaciones rocosas, y del empedrado surgían espigadas columnas de humo blanco.
Una plácida calima flotaba en el aire, decolorando los contornos en la lejanía y otorgando al valle un aspecto de fantasía.
Experimentamos una falaz sensación,  como si hubiéramos entrado en otra dimensión. Después de tolerar durante cuatro días el frío intenso de la travesía por las jodidas montañas, ese vapor tibio era un verdadero regalo para los sentidos, a pesar del olor fecal que aún persistía.
Tras un hercúleo pinabete, envuelto en una espesa bruma, divisé una cuadrúpeda  y grotesca figura.
Nervioso, respiré hondo y escupí diestramente la flema, dejando que el aire de la montaña llenara mis asmáticos pulmones. Incrédulo, froté mis ojos, golpeé brutalmente mi cabeza, intentando procesar lo que estaba visualizando.
El cuerpo, inerte, a cuatro patas, era de un albino cegador, bellísimo, de aspecto gélido, aterido, centelleante. Aquella alimaña no podía llamarse mujer, pese a que a juzgar por sus genitales, era de sexo femenino; tampoco era humana, aunque no era exactamente un animal.  No había duda alguna, era el legendario gamusino de Avilés.
Sentí como la emoción invadió mi cuerpo. No me pude reprimir:



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miércoles, 8 de mayo de 2013

LA CHICA DE LA PISCINA


Un sedoso viento, con sus suaves manos de espuma, tocaba una hermosa melodía al hacer gemir los árboles y mecer las hojas de aquel pequeño oasis ajardinado, con una piscina central rodeada de hamacas.
El rocío centelleaba sobre el cetrino césped, recio, talludo, poblado de níscalos alucinógenos, precisado de urgente poda.
Los pájaros canturreaban ruidosos sus raudos trinos, las ardillas copulaban con elegantes y espasmódicos movimientos pélvicos  y el sol brillaba majestuoso tiznando una sosegada mañana primaveral.
El agua hacía brillar mi piel surcada por venturosos pliegues fruto de la rica dieta en mantequilla de chorizo, bollería industrial y productos lácteos sin desnatar.
Tumbado en la yacija, abrí los ojos y en la ingravidez de la nada contemplé mis mórbidos y velludos pechos, apuntando al cielo. Los acaricié, deteniéndome con astucia en la erógena e hirsuta aréola rojiza, dejándome llevar hasta extraviarme en los laberintos sensoriales más lúbricos.
- ¡¿ Tshéeé?!, ¡ Qué no estás solo, pervertido ! - abroncó una decrépita octogenaria entrada en carnes.
Hija de puta. La grotesca bañista me despertó de mi letargo libidinoso.
Detrás de ella, sobre el césped, una rubeniana cuarentona intentaba depilar sus tupidas y agazapadas ingles con unas antorchas, mientras sus vástagos jugueteaban con heces caninas, construyendo dantescas pero creativas estatuas bélicas. A su derecha, cuatro adiposas y ávidas doncellas arrebañaban con tesón las fiambreras y se enzarzaban en un festín de rapiña caníbal mientras sus tullidos maridos se abstraían en una erudita partida de brisca colmada de  groserías y blasfemias.
El socorrista, invidente, miraba al infinito tras sus atezadas lentes, con la impavidez de una estatua de mármol.
Sentado al filo de la piscina, un orondo anciano intentaba con una caña de pescar apresar algún ejemplar de trucha de agua dulce.
Un macho, de trabajado abdomen y constitución espartana, hacía caso omiso al viejo cartel que rezaba “Prohibido orinar en la piscina”, ante la burlesca mirada de los mocosos en pleno pugilato para comprobar quién emulaba mejor a Falete  en " Famosos al agua".
Aquello era la bacanal del fárrago, el caos de la jarana: ropa por todos los lados, envases de cerveza, ungüentos bronceadores, bolsas de patatas, apósitos menstruales, ceniceros atestados de colillas y sillas tapizadas con pareos, emanando el hedor de la anarquía del ocio.
Ajena a toda aquella achacosa fauna piscinera, advertí a una preciosa muchacha, nadando tal sirena de pueriles leyendas.
Tenía la piel satinada e inmaculada, suave, joven, y detrás de unas largas y oscuras pestañas, sonreían unos ojos marrones fecales, de dulce expresión. El viento zarandeaba  su brillante y grasiento pelo, exhibiendo el caoba rubicundo de sus sebáceos cabellos.
Un cárdeno biquini encubría unos pequeños pero firmes pechos.
Su cuerpo, esbelto, garboso, se deslizaba danzando ligero por el azul como la llama del azufre de la piscina, veloz, ostentando un refinado estilo perruno, levantando una pequeña ola a su paso. 
Era como un arcángel bajado del edén que había venido a empuñar el cetro del más bello de los lienzos.
La estaba observando fascinado, extasiado, cuando nuestras miradas se cruzaron, haciéndome sentir una revolución de mariposas en el estómago.
La bella muchacha me miró con ojos entornados, bizcos, altiva, como si tuviera la costumbre de hacerse la dama, bella como flor purpúrea.
Con un cómplice gesto de succionar un helado imaginario, me sonrió mostrando unos curvados y escarpados dientes, brillantes tal la estrella vespertina.
Cupido había flechado de nuevo mi corazón.


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jueves, 2 de mayo de 2013

ESTOY LOCO


2 de Mayo de 2013. 11:03 A.M.
Llorando.
Estoy llorando, frente al viejo y agrietado espejo, acoquinado por cuán sepultados tengo los ojos. Diviso cómo un amazacotado pelaje de asno resbala sobre mi testuz, cómo unas puntiagudas orejas de jumento germinan de forma inmisericorde desde mis siniestras cavidades auditivas.
Ataviado con un grotesco bañador floreado, camisa de palmeras y un cordel de sujeción para las gruesas y geriátricas lentes, siento como el corazón aporrea mi pecho, pidiendo a gritos salir. Apenas soy capaz de respirar. Oigo el aire cuchichear entre mis alvéolos dilatados, asmáticos, necrosados. 
La polución exhalada por la sangre, metálica, ubérrima, perfecto fluido carmesí, allí en el suelo,  me rasca la garganta tal tos ferina.
Lloro y las lágrimas de espanto caen como chorros por mis mejillas, espumando mareas de gilipollez, supurando  aluviones de delirios paranoicos.
Mi boca se deforma con mi llanto. La veo y me avergüenzo de ella, de mí mismo, de este sopor insomne que ha alienado mis neuronas.
Escoltado por un arpa, balbuceo letanías. Aúllo en sánscrito, alargando las sílabas al blasfemar.
La aversión, el odio, el pánico, la música de la piedad, gesticulan en torno a mi estupidez, desafiando el protocolo, saludándome con su mano izquierda.
Exangüe, sigo llorando y mirándome en el espejo, oteando el lento temblor de mis mandíbulas salientes. Me acerco para ver más de cerca cómo las lágrimas brotan de entre mis párpados semicerrados, cenagosos, plomizos, limítrofes a la capitulación.
Qué asco.
Siento animadversión por mi mismo. 
Me reboso en todo tipo de oprobios y bochornos, perito de que la alquimia vesánica es irreversible.
¿Por qué lloro?, se preguntará todos ustedes, mis avezados anfitriones. La respuesta es fácil a la par que macabra.
La sala de máquinas de mi cacumen no funciona bien. Es el ímpetu bubónico de la enajenación, arremolinándose, penetrando, inoculando con impulsos neuronales mi cerebro. Estoy loco. Enajenado, demente, perturbado, insurrecto de la cordura. 
Acabo de darme cuenta que he amputado mis testículos con  las espectrales y gélidas hojas de unas tijeras previamente afiladas.
Intolerable arrebato de enajenación. 
Y no sé porqué lo he hecho. ¡ No lo sé !.
Estoy loco.
Loco. 






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