Son las 3.32
de la tórrida madrugada del 19 de Junio. San Romualdo y San Protasio de Milán, ilustres beatos del décimo noveno día del sexto mes del Año Internacional de la Estadística. 11 Tammuz de 5773, según el calendario hebreo.
Tras la
claraboya, hace horas que cayó la noche cubriendo con su atezado manto la
ciudad. Krypton pestañea en un cielo preñado de
estrellas, pero ni rastro alguno del cabrón de Superman. Argentada como una
navaja desgarrando la negrura, resplandece la luna, hercúlea, refulgente,
alargando la oscura y grotesca sombra de mi cabeza postrada en el cabezal.
Intento
abrazarme a mi almohada salpicada de heces y estearinas seminales, escuchando
los lánguidos gemidos regurgitados por las vísceras de mi alma. La fiebre me hace delirar. La razón se ha extraviado en los laberintos de mi consciencia.
Boca
pastosa. Destilación nasal. Opresión parietal. Letanía recalcitrante. Martillos
en la cabeza crepitando poesía norcoreana.
Jodida
cefalea.
Mi
macrocéfalo está a punto de detonar; las sienes se tambalean como bolas de
fierro abrasadoras contra las paredes de mi cráneo; un espeluznante dolor de
cabeza sacude mis entrañas.
Percibo
los aguijonazos en las sienes, recurrentes pinchazos en la frente, advierto una
brusca tensión del nervio glosofaríngeo. El dolor, pulsátil y punzante, irradia
ya la mandíbula.
La
inclemente voz, el lacerante tic tac del reloj se incrusta en mi cerebro,
burlándose de mí.
Extático,
absorto, yerto, conecto el reproductor de música de la vieja mesita de noche.
Escucho una
gallarda ranchera de Bertín Osborne, intentando como los epicúreos
de antaño, amortiguar los puyazos de la sesera.
Tiene una
voz dulce, refulgente, con el ‘vibrato’ magistralmente gobernado. Su primorosa dicción
calma el dolor unos instantes. Sólo unos instantes.
Cambio mi
postrada postura ‘estrella de mar’ a posición ‘fetal’: columna en ligera flexión, cabeza
flexionada sobre el tronco, extremidades superiores flexionadas sobre los
brazos y sobre el tórax y piernas flexionadas sobre los muslos. Intento,
errabundamente, practicar una autofelación.
Veo moléculas.
La pesadez
de la cabeza es insoportable. Un sudor frío recorre mi cuerpo, embriagando cada
uno de mis sentidos, paralizando el más leve intento de mueca facial.
Empiezo a
sentir temblores y náuseas, consecuencia lógica de dos semanas sin dormir.
Percibo
una familiar ardentía en mi entrepierna. Soy incapaz de controlar mi esfínter
uretral. Me orino en la cama.
Ahora es
el crujir de la cañería que aporrea mi mollera.
Dejo que
el agua fría de la toalla se deslice por mi macilenta frente como si fuera una
milagrosa y reconstituyente linfa bajo cuyo remojo desapareciera la migraña.
Mi cabeza
parece sangrar. Mi respiración es ahora jadeante. No puedo más.
Mi cuerpo
se agarrota y mis ojos se cierran.
- ¡Ein gelocatil!-.
Este
último alarido, en perfecto alemán, me
sirve para expulsar los últimos cartuchos de rabia que me quedan.
Me
levanto, giróvago, de la cama. La cabeza me da
vueltas, apenas puedo sostenerme en pie. Con paso dispar, como quién esquiva a un curtido
francotirador, me dirijo al aseo, dirección a la ingesta masiva de somníferos.
Tambaleante,
me apoyo con tiento en la pared. Llego
exhausto al baño. Quiero acabar con la migraña. Anhelo finiquitar mi
sufrimiento.
Me miro por última vez en el espejo,,,