miércoles, 26 de septiembre de 2012

EL JARDÍN BOTÁNICO

La lluvia amaraba con parsimonia, entreteniéndose, jugueteando. El tremebundo estruendo de un relámpago atravesó la llovizna con suave temblor. Un nervudo e incómodo viento galopaba entre los intrépidos e idiotas individuos que habíamos osado pagar el dinero que costaba la jodida entrada del Jardín Botánico, que albergaba especies de plantas y flores traídas de todos los confines del mundo, en una jornada en la que los meteorólogos habían pronosticado cuantiosas lluvias torrenciales. -“Proteja las plantas y los animales"- rezaba un cartel en la entrada del fastuoso vergel. Era un privilegio para nosotros tener un jardín de aquellas características en nuestra ciudad, dónde encontrar especies tan diversas y que, además, ponía en nuestras manos la maravillosa experiencia de aprender a diferenciar las distintas especies vegetales.
Paseábamos embelesados, radiantes, despreocupados, cogidos de la mano, puerilmente enamorados. Mientras la voz de Jacinta me susurraba paso a paso, los peculiares graznidos de los flamencos parecían guiarnos bajo el sonido de nuestras palabras. Complacido,  expresé la inmensa alegría de estar junto a ella con un atronador eructo. Jacinta me sonrió con una maligna risa que terminó en tuberculósica y repugnante expectoración. Era feliz. Me sentía ufano, azaroso, tremendamente afortunado. Al respirar el aire apacible y húmedo, miré al infinito donde me sorprendió el cielo cubierto por grisáceos nubarrones que me sosegaban como somníferos.
El granizo empezó a descender con violencia, apedreándonos implacablemente la cabeza, entre los hermosos frutales como manzanas, ciruelas, guindos y grosellas, además de rosales, narcisos y junquillos.  El rumor del viento sobre las desnudas ramas de los árboles se mezclaba con los berridos de dolor de los animales salvajes. Las brechas en nuestras cabezas sangraban profusamente, tal gorrino en el degolladero. Pero no nos importaba. Éramos estúpidamente felices. No sentíamos dolor. Caminábamos encariñados, ajenos al escozor de aquellas heridas, bajo un atroz vendaval de gigantescos pedriscos. 
Debido a su belleza y exclusividad, las orquídeas se cultivaban en umbráculos, donde recibían toda la atención  necesaria para su conservación y reproducción. Entré en el vivero, y tras orinar encima de un matorral de Manzanillas Reales en peligro de extinción, arranqué astutamente la mitad de ellas para entregárselas a Jacinta.
Sus cristalinos pero estrábicos ojos azules estaban distraídos observando el curioso apareamiento de unas moscas, mientras que con sus enjutas manos devoraba una bolsa de pipas como si no hubiera mañana. Estaba atrozmente empolvada. Necesitaría una pala para desmaquillarse. La miré lascivamente, haciéndole entrega del ramo de flores, en un encomiable gesto para subirle la autoestima. Utilizando todos sus músculos faciales, ella me devolvió el guiño. 
Reiniciamos el paseo, cantando una canción de Camilo Sesto. El miserable cielo continuaba lapidándonos con granizo del tamaño de sandías. Nos detuvimos de nuevo. Esta vez para contemplar una zona que ofrecía plantas ornamentales, medicinales, endémicas, aromáticas y de huerta alrededor de unos nopales silvestres. Tras ellas, puede divisar la grotesca cópula entre dos primates. Llevé la cámara a mis ojos, acercando y alejando la visión, buscando el ángulo perfecto. Al ampliar la imagen logré un plano perfecto del macaco hembra. Aquella siniestra cuadrúpeda gemía como una posesa. Podía escuchar su trabajosa respiración. Sus pupilas gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro. Me froté los ojos con violencia, por la mayúscula incredulidad, y volví a observar al simio. El parecido del orangután con Jacinta era terriblemente asombroso.  
Proseguimos con el itinerario. Lagos con plantas acuáticas, como camalotes gigantes, recovecos armados como pérgolas y  unas inmensas Palmeras Imperiales de Centro América, Venezuela y Colombia, de unos 50 metros de alto que bordean el camino principal del parque dándole un marco imperial a ese hermoso lugar. En ellas, un bello ejemplar de Garza de Sol, piulaba con un sonido particularmente molesto. Cogí un pedrusco y lo apedreé con certera puntería. Jacinta me miró orgullosa, asintiendo con la cabeza, aguantándose la risa, en una indudable señal de aprobación.
Una inmensa y bellísima explanada de Bromelias, nos advertía que el itinerario estaba a punto de concluir. Me detuve a leer un rótulo que avisaba que aquellas inflorescencias de gran atractivo se encontraban en estado vulnerable, destacando la destrucción del hábitat como la gran amenaza para su supervivencia. 
Al girar la cabeza, observé perplejo como Jacinta había saltado la valla, y auxiliada con una pala, estaba escavando en aquella hermosa llanura, en busca de algún tesoro perdido.
Hay tantas palabras para definir ese lugar... Pero creo que lo mejor sería resumirlo en que es el sitio dónde la naturaleza, la belleza, la aventura y las leyendas se unen en aquel majestuoso jardín.




miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAMBIO DE RUMBO

Me sentía  infausto, desdichado, deprimido. Había perdido ganas de disfrutar de la vida. Había llegado a pesquisar mis  obstáculos psicológicos, mis barreras emocionales, y las consideraciones prácticas que  coartaban mis esfuerzos para cambiar. 
Lo tenía decidido. 
Quería vivir el día de hoy como si fuera el primero, como si fuese el último, como si fuese el único. Anhelaba vivir el momento de ahora como si aún fuese temprano, como si nunca fuera tarde. Deseaba mantener el optimismo, conservar el equilibrio, fortalecer mi esperanza, recomponer mis energías, para prosperar en mi misión y vivir jubiloso todos los días. 
Quería obviar mi obsesión por el subconsciente, por lo impreciso, por lo pueril, por lo candoroso. Se acabó la intrépida lectura de libros para colorear. Se acabó perder el tiempo despertando animales por aburrimiento. Se acabó salir a la calle disfrazado de ensalada. Quería dejar de masturbarme viendo girar un jodido microondas. Estaba dispuesto a finalizar con el estúpido ejercicio de abrillantar el coche con el sebo de mi cabello, convencido de no volver más al McDonald’s a chupar el dedo ajeno. Concluir con la unción por ir por calle y lanzarme gilipollescamente de cabeza al suelo para sorprender a la multitud. Abandonar esa grotesca afición de juguetear y construir bellas e imaginativas esculturas con mis heces, fenecer con el adictivo apego por cantar rancheras frente a un ventilador.
Sí. Había decidido quebrar con el pensamiento independiente e incomprendido.
La minoría de uno se me había hecho cada vez más claustrofóbica e intransigente.
El capullismo, la demencia gilipollesca, es todo un mundo fascinante por descubrir, un dantesco universo que se retroalimenta consigo mismo, pero debía, tenía que madurar, romper con los postulados que vertebraban mi vida y escoger el camino correcto.
Así lo hice. Y creo que lo he conseguido. He hallado cobijo en el macramé.
La semana pasada, me matriculé en un curso on-line del fascinante mundo del arte de hacer nudos decorativos.
El sábado pasado, tras desayunar consiguiendo no eructar, inicié mi primera lección.
“Los materiales necesarios para hacer una obra de macramé son el hilo a tejer  y una superficie en la que sujetar la labor que estamos realizando”-, rezaba un video introductorio. -“Hoy aprenderemos a diseñar una pulsera macramé con cierre ajustable”- añadía una voz femenina con marcado acento campesino.
Una pueril emoción se apoderó de mi cuerpo embelesado por aquella desconocida actividad. 
–“ Cortar 8 hilos y colocarlos de tal manera que queden reflejados. Tomar el hilo del extremo izquierdo (en este caso el color rojo) y anudarlo al hilo verde haciendo doble nudo.”- continuó la siniestra voz. –“Ya habiendo hecho el nudo de la izquierda, tomamos el hilo rojo del extremo derecho y anudamos hacia el otro hilo verde”-. 
Mis ojos estaban clavados a la pantalla del pc, hechizados, cautivados, hipnotizados
-“ Una vez hechos los 2 nudos, tomamos nuevamente el hilo rojo de la izquierda y esta vez lo anudamos al hilo azul. Luego tomamos el hilo rojo de la derecha y lo anudamos al otro hilo azul, como muestra la imagen. Repetimos el mismo procedimiento de un lado y del otro ahora sobre el hilo violeta.”- 
Mis ojos se empaparon. No pude reprimir una lágrima de emoción. Pese a mi acusado daltonismo, aquella manualidad me resultaba fascinante, maravillosa, de una abrumadora belleza. Tuve una espontánea y brusca erección.
–“ Al final van a quedar los 2 hilos rojos de los extremos en el centro. Lo que hacemos es anudar uno con otro con el mismo nudo doble que veníamos haciendo.”. 
-"Qué injusto y despiadado es el mito de que el macramé es una actividad propia de jubiladas."- pensé mientras me secaba unas lágrimas puras, sinceras e inmaculadas. 
-“Pero ATENCIÓN!, es muy importante que el nudo que se hace entre los 2 hilos iguales, en el centro, sea siempre para la misma dirección. Si el primer nudo lo hizo el hilo izquierdo al derecho, entonces todos los que se encuentren en el centro serán así, de lo contrario va a quedar dehilado”-. Pese al susto inicial, aquella matización, me tranquilizó. 
-“ Ahora comenzamos de nuevo a hacer lo mismo que hicimos con los hilos rojos, pero con los verdes. Tomamos el hilo izquierdo verde y lo anudamos al hilo azul.”- .
Me restregué los ojos con fruición utilizando ambos puños, intentando despejar lo que me parecía una densa niebla que cegaba la visualización del ordenador.
-"Luego tomamos el hilo derecho verde, y lo anudamos al otro hilo azul. Anudamos ahora ambos hilos verdes a los hilos violetas, siempre haciendo un nudo doble.". 
Estaba más nervioso que Montserrat Caballé haciendo puenting. Sufrí contracciones ventriculares incontroladas, esperando azorado cuál sería el resultado de aquella obra de arte.
 -"Finalmente anudamos los hilos verdes a los rojos y luego anudamos un hilo verde al otro, como está explicado anteriormente. Y ya tenemos la pulsera"-.
-"Ooooooooohhhh"- grité impulsivamente. Se me erizó el pelo, el vello púbico. Aquella pulsera de macramé era una auténtica obra de arte. No pude reprimirme,,,

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

LA VISITA DEL CABRÓN DE E.T.

Estaba todo en silencio sólo roto por el tic-tac monótono y exacto del rústico reloj ubicado en medio de la sala de estar. Eran las 2.35 de la madrugada de una fría noche de otoño. Desperté en la butaca temblando y sudando como un jodido cortador de kebabs. Todo había sido una simple pesadilla. Pero a su vez, era tan real... Había tenido una zozobra aterradora, no recordaba haber soñado nada igual en mi vida. Recorrí el pequeño comedor con la mirada estrábica y temblorosa y me di cuenta que estaba en casa. No obstante tuve miedo. Busqué el vaso de orín  que por costumbre ponía todas las noches en la mesa escritorio a fin de ahuyentar a los malos espíritus. Me lo bebí de un sorbo.
Estaba en penumbras, pero podía divisar perfectamente las cortinas blancas que estaban encima de la gran ventana. Las paredes, dantescamente salpicadas de esperma, daban la sensación de que la sala de estar era  más amplia; pocos  muebles, una cama personal , un pequeño televisor, una nevera, una butaca grotescamente tapizada con simpáticas figuras de Bob Esponja, mi manceba colección de heces caninas, una pequeña y oxidada puerta que daba a la cocina y nada más. 
Decidí tomar un largo y reconfortante baño. Fue entonces cuando recordé el espeluznante sueño que me había despertado, y mi corazón comenzó a palpitar con rapidez. Tomé aire y me dije a  mí mismo: “Es sólo una pesadilla. Justin Bieber no es maricón. No ha podido violarme”
Intenté relajarme jugueteando con los patitos de goma en la bañera. Acaricié mi glande con el pico de uno de ellos, y me dejé llevar por mis orgiásticos pensamientos. Tras eyacular, me depilé y me quedé dormido de nuevo en la bañera.
Sentí el agua fría colmando mi boca y mi garganta, inundando mis pulmones carcomidos por el tabaco. Y después la sensación de sofoco, conteniendo la respiración para evitar inhalar el agua que me rodeaba; la asfixia estallando dentro de mi cuerpo como una llamarada, haciéndome patalear y agitarme en vano, luchando por escapar de esa jaula densa que me oprimía. Desperté repentinamente, los ojos saliéndose de las órbitas, la mandíbula desencajada y el trago desesperado buscando el aire. Gilipollas. Casi me ahogo en la jodida bañera.
Salí de la tina temiendo por mi vida al no disponer de alfombrilla antideslizante. Huérfano de prendas, me dirigí al salón. Encendí mi pc. La extremada educación de mi computadora, me advertía: "¿Desea iniciar Windows normalmente?". -"Sí, igual de mal que siempre, hija de puta"- pensé. Cientos de moscas revoloteaban sobre mi cabeza, atraídas por la caspa y mugre que poblaban mi cráneo. Me sentí estúpidamente un peligroso delincuente mientras fumaba y descargaba una película para adultos. Acompañaba la descarga con palmadas para que ésta fuera más rápida, cuando de repente sentí una breve brisa pasar detrás de mí, por mi espalda, rozando levemente mi oído. Una sombra pasar como una ráfaga centelleante, a intérvalos, fugándose a través de los huecos que dejaba la luz de la luna entre las nubes, allá fuera, proyectada por el vidrio del ventanal a mi lado.
Noté el frío, frío que me caló hasta los huesos. Había alguien en mi apartamento. 
Estaba más acojonado que una monja con retraso menstrual. Mis glándulas salivales empezaron  recargarse.
Agarré el cuchillo que utilizaba para afeitarme y me enfundé las gafas de visión nocturna. Recorrí sigilosamente el comedor, dando saltos y escondiéndome astutamente detrás de la butaca. No había rastro alguno de aquella presencia. Fue entonces cuando noté una respiración, una respiración lenta y pausada que provenía de la cocina. Percibí un aumento en mi frecuencia cardiaca y un atroz encogimiento escrotal.
“Ring, ring, ringggg”- . -“¡Me cago en la puta.!- susurré. Era la estúpida música del móvil. Me había dado un susto de muerte.
-“ Teléeeefono”- exclamó un aullido procedente de la cocina. Me detuve un instante, intentando procesar lo que había escuchado. Aquella voz metálica era familiar.
- " Teléeeeeeeeeeeeeeeeeefono"- insistió la voz.
Reuniendo todo mi valor, me acerqué a la cocina. Un escalofrío recorrió mi espalda al abrir la puerta y se intensificó al asomar la cabeza. Allí estaba. Mi amigo E.T. El Extraterrestre. El decrépito alienígena, que había venido a visitarme.




viernes, 7 de septiembre de 2012

LA BODA DE MI AMIGO EVARISTO

Escombros, vallas metálicas caídas, ratas portadoras de la fiebre amarilla, material de obra abúlico, parte de pavimento y sacos de cemento, bajo dos siniestros y enormes pilares de  hormigón de una  obra abandonada, la viva imagen de la desolación. Aquel lugar se había convertido en un no lugar, zombis urbanos, parias sin alma. Ese fue el jodido emplazamiento que mi amigo Evaristo escogió para casarse con Volodia, una ruda campesina búlgara que conoció en uno de sus viajes en los que impartía seminarios.
Volodia era una grotesca mujer, extremadamente fea, propietaria de un pequeño negocio de cría de sanguijuelas. Le faltaban la mitad de los dientes a causa de la dracunculosis. Unas palomitas, a modo de empaste casero, suplían hábilmente sus piezas dentales. Ignoro como sus padres no la ahorcaron con el cordón umbilical cuando nació. Tenía más carmín en los dientes que en los labios. Había peregrinado a Lourdes haciendo el pino para curarse la gonorrea, requisito que exigió mi buen amigo para poder contraer matrimonio.
A las 17.00 horas llegamos a las ruinas. Ahí estábamos todos, con nuestras mejores galas, sudando como cerdos, esperando a que la mamarracha de Volodia se dignara a aparecer. Una hora tardó la cabrona en presentarse. Llegó en un viejo tractor, acompañado de su padre, un hombre obeso, adiposo, repulsivo. El desgraciado lucía un peinado creativo, como aquellos que muestran los decrépitos alopécicos que intentan esconder su devastadora calvez. En proporción comparativa, yo era un arcángel de hierática belleza al lado de aquella alimaña. Tras pegarse un hostiazo contra el suelo al bajar del tractor, Volodia se dirigió hacia una misteriosa tienda de campaña. Transcurridos unos 10 minutos y tras unos espeluznantes chillidos, apareció una gitana octogenaria, probable cruce entre un Orco de Mordor y Marujita Díaz, de unos 160.000 gramos de peso, que había verificado exhaustivamente la virginidad de la novia con un pañuelo. Sacó las cuatro rosas blancas, signo de  castidad, exhibiéndolas con orgullo a los allí presentes dando comienzo así a la jodida ceremonia.
-" ¿Virgen esa?. ¡Por favor, si se tiene que sujetar los tampax con celo!!!"-, chilló Jacinta visiblemente irritada. Si hubiera podido, hubiera abofeteado con panceta a aquella lerda.
Ya caía el sol, el cielo tenía un tono anaranjado que se hacía más intenso en el horizonte, y el día estaba tan tranquilo que se podía oír los graznidos de los cóndores andinos y los desgarradores susurros de los toxicómanos y vagabundos escondidos en la obra abandonada.
Volodia, comenzó a caminar con intermitencia, con nula habilidad, hacia un arco repleto de flores y con el hombre perfecto entre ellas. Parecía una cigüeña epiléptica con los tacones que lucía. Su largo vestido, no era nada común. Por detrás apenas tenía tela; era una abertura que dejaba al aire toda su velluda y mórbida espalda. Mientras caminaba, un gran escote dejaba al aire unos pezones del tamaño del timbre de un castillo, y una larga hendidura en la pierna, dejaba entrever sus becerros muslos a cada paso que daba.
Llegó al lado su futuro marido, jadeando, chorreando sudor.
Allí les esperaba el alcalde, con cara de nutria atocinada, y en un más que correcto latín, selló el vínculo afectivo de la alianza marital. Un largo y depravado beso entre el abucheo de los convidados, precedió a la lluvia de arroz, pétalos de rosas, confetis y alguna que otra piedra por mi parte. 
No dirigimos al banquete en carro de caballos.
Tras varios minutos de ameno cocktail lleno de charlas y recuerdos y en el que no faltó, la sangría Don Simón, las pipas rancias y los pistachos Hacendado, los invitados pasamos a la zona de banquete para disfrutar de una exquisita cena.  Unos grotescos estudiantes vestidos como en el siglo XVII, tocando guitarras, bandurrias y panderetas, amenizaban el aperitivo. Un mesón castizo fue el escenario elegido para albergar la celebración, que se desarrolló bajo los parámetros de la cordialidad y jovialidad. Evaristo, se sentó en la mesa presidencial. Junto a mi amigo, se sentaron sus padres ( a la derecha ), Jacinta, madrina de la novia  ( a la izquierda ) que no tuvo reparos en escupir dentro de la copa de vino de Volodia las infectas expectoraciones de su cruel resfriado. La velada, convenientemente regada por refrescos ricamente azucarados del Lidl, fue amenizada por las melodías que entonaron los invitados. “Volare” y “Hola Don Pepito, Hola Don José”, fueron las pueriles canciones más vitoreadas por una concurrencia que dio rienda suelta a sus emociones más desenfrenadas. Yo tenía hambre de perro, así que decidí pedir un barril de manteca de cerdo y una barra de pan. Comencé a bombardear con salsa a los anfitriones, y los niños, se unieron enseguida para vergüenza de sus padres.
Mi hermana Hurraca, con embarazo psicológico por culpa de sus pajas mentales, inició un sacrificio a un conejo, salpicando de grasa a todo el mundo en la mesa. Sacó de su bolso velas negras y las puso en círculo. Pidió bandejas para la sangre e interrogó si había algún voluntario para donar sangre humana. 
Tras la degustación del menú, Evaristo, se dirigió a los comensales para agradecerles su presencia en tan importante acontecimiento: -“Muxas gracia a toos por eztar oy aquí, el día más inportante de mi bida. Estoi henamorado como un quinceañero.  Quiero enbejecer junto a Volodia. Quiero pasar el resto de mis días junto ha ezta bella mujé”-. Los invitados, completamente borrachos, vociferaban:- “ Cállate cabrón! Si te has casado con un orco!!”-.
Empezaron entonces a lanzarle botellas de vino, vasos, mesas, sillas, navajas... Un tenedor lanzado por la avispada de Hurraca, impactó con suma violencia en rostro de Volodia, quedándose salvajemente clavado en su castigada frente. Empezó entonces una auténtica batalla campal, causando numerosos destrozos en el mobiliario del restaurante. Agarrones y empujones, primero; lanzamiento de botellas y cuchillos, después. Rompimos una treintena de botellas, ceniceros y el escaparate del local, y apaleamos sin piedad a un grotesco camarero de la taberna, mientras mi querida Jacinta, escondida bajo la mesa, hurtaba el dinero de la caja registradora. 



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