La lluvia amaraba con parsimonia, entreteniéndose, jugueteando. El tremebundo estruendo de un relámpago atravesó la llovizna con suave temblor. Un nervudo e incómodo viento galopaba entre los intrépidos e idiotas individuos que habíamos osado pagar el dinero que costaba la jodida entrada del Jardín Botánico, que albergaba especies de plantas y flores traídas de todos los confines del mundo, en una jornada en la que los meteorólogos habían pronosticado cuantiosas lluvias torrenciales. -“Proteja las plantas y los animales"- rezaba un cartel en la entrada del fastuoso vergel. Era un privilegio para nosotros tener un jardín de aquellas características en nuestra ciudad, dónde encontrar especies tan diversas y que, además, ponía en nuestras manos la maravillosa experiencia de aprender a diferenciar las distintas especies vegetales.
Paseábamos embelesados, radiantes, despreocupados, cogidos de la mano, puerilmente enamorados. Mientras la voz de Jacinta me susurraba paso a paso, los peculiares graznidos de los flamencos parecían guiarnos bajo el sonido de nuestras palabras. Complacido, expresé la inmensa alegría de estar junto a ella con un atronador eructo. Jacinta me sonrió con una maligna risa que terminó en tuberculósica y repugnante expectoración. Era feliz. Me sentía ufano, azaroso, tremendamente afortunado. Al respirar el aire apacible y húmedo, miré al infinito donde me sorprendió el cielo cubierto por grisáceos nubarrones que me sosegaban como somníferos.
El granizo empezó a descender con violencia, apedreándonos implacablemente la cabeza, entre los hermosos frutales como manzanas, ciruelas, guindos y grosellas, además de rosales, narcisos y junquillos. El rumor del viento sobre las desnudas ramas de los árboles se mezclaba con los berridos de dolor de los animales salvajes. Las brechas en nuestras cabezas sangraban profusamente, tal gorrino en el degolladero. Pero no nos importaba. Éramos estúpidamente felices. No sentíamos dolor. Caminábamos encariñados, ajenos al escozor de aquellas heridas, bajo un atroz vendaval de gigantescos pedriscos.
Debido a su belleza y exclusividad, las orquídeas se cultivaban en umbráculos, donde recibían toda la atención necesaria para su conservación y reproducción. Entré en el vivero, y tras orinar encima de un matorral de Manzanillas Reales en peligro de extinción, arranqué astutamente la mitad de ellas para entregárselas a Jacinta.
Sus cristalinos pero estrábicos ojos azules estaban distraídos observando el curioso apareamiento de unas moscas, mientras que con sus enjutas manos devoraba una bolsa de pipas como si no hubiera mañana. Estaba atrozmente empolvada. Necesitaría una pala para desmaquillarse. La miré lascivamente, haciéndole entrega del ramo de flores, en un encomiable gesto para subirle la autoestima. Utilizando todos sus músculos faciales, ella me devolvió el guiño.
Reiniciamos el paseo, cantando una canción de Camilo Sesto. El miserable cielo continuaba lapidándonos con granizo del tamaño de sandías. Nos detuvimos de nuevo. Esta vez para contemplar una zona que ofrecía plantas ornamentales, medicinales, endémicas, aromáticas y de huerta alrededor de unos nopales silvestres. Tras ellas, puede divisar la grotesca cópula entre dos primates. Llevé la cámara a mis ojos, acercando y alejando la visión, buscando el ángulo perfecto. Al ampliar la imagen logré un plano perfecto del macaco hembra. Aquella siniestra cuadrúpeda gemía como una posesa. Podía escuchar su trabajosa respiración. Sus pupilas gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro. Me froté los ojos con violencia, por la mayúscula incredulidad, y volví a observar al simio. El parecido del orangután con Jacinta era terriblemente asombroso.
Proseguimos con el itinerario. Lagos con plantas acuáticas, como camalotes gigantes, recovecos armados como pérgolas y unas inmensas Palmeras Imperiales de Centro América, Venezuela y Colombia, de unos 50 metros de alto que bordean el camino principal del parque dándole un marco imperial a ese hermoso lugar. En ellas, un bello ejemplar de Garza de Sol, piulaba con un sonido particularmente molesto. Cogí un pedrusco y lo apedreé con certera puntería. Jacinta me miró orgullosa, asintiendo con la cabeza, aguantándose la risa, en una indudable señal de aprobación.
Una inmensa y bellísima explanada de Bromelias, nos advertía que el itinerario estaba a punto de concluir. Me detuve a leer un rótulo que avisaba que aquellas inflorescencias de gran atractivo se encontraban en estado vulnerable, destacando la destrucción del hábitat como la gran amenaza para su supervivencia.
Al girar la cabeza, observé perplejo como Jacinta había saltado la valla, y auxiliada con una pala, estaba escavando en aquella hermosa llanura, en busca de algún tesoro perdido.
Hay tantas palabras para definir ese lugar... Pero creo que lo mejor sería resumirlo en que es el sitio dónde la naturaleza, la belleza, la aventura y las leyendas se unen en aquel majestuoso jardín.
El granizo empezó a descender con violencia, apedreándonos implacablemente la cabeza, entre los hermosos frutales como manzanas, ciruelas, guindos y grosellas, además de rosales, narcisos y junquillos. El rumor del viento sobre las desnudas ramas de los árboles se mezclaba con los berridos de dolor de los animales salvajes. Las brechas en nuestras cabezas sangraban profusamente, tal gorrino en el degolladero. Pero no nos importaba. Éramos estúpidamente felices. No sentíamos dolor. Caminábamos encariñados, ajenos al escozor de aquellas heridas, bajo un atroz vendaval de gigantescos pedriscos.
Debido a su belleza y exclusividad, las orquídeas se cultivaban en umbráculos, donde recibían toda la atención necesaria para su conservación y reproducción. Entré en el vivero, y tras orinar encima de un matorral de Manzanillas Reales en peligro de extinción, arranqué astutamente la mitad de ellas para entregárselas a Jacinta.
Sus cristalinos pero estrábicos ojos azules estaban distraídos observando el curioso apareamiento de unas moscas, mientras que con sus enjutas manos devoraba una bolsa de pipas como si no hubiera mañana. Estaba atrozmente empolvada. Necesitaría una pala para desmaquillarse. La miré lascivamente, haciéndole entrega del ramo de flores, en un encomiable gesto para subirle la autoestima. Utilizando todos sus músculos faciales, ella me devolvió el guiño.
Reiniciamos el paseo, cantando una canción de Camilo Sesto. El miserable cielo continuaba lapidándonos con granizo del tamaño de sandías. Nos detuvimos de nuevo. Esta vez para contemplar una zona que ofrecía plantas ornamentales, medicinales, endémicas, aromáticas y de huerta alrededor de unos nopales silvestres. Tras ellas, puede divisar la grotesca cópula entre dos primates. Llevé la cámara a mis ojos, acercando y alejando la visión, buscando el ángulo perfecto. Al ampliar la imagen logré un plano perfecto del macaco hembra. Aquella siniestra cuadrúpeda gemía como una posesa. Podía escuchar su trabajosa respiración. Sus pupilas gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro. Me froté los ojos con violencia, por la mayúscula incredulidad, y volví a observar al simio. El parecido del orangután con Jacinta era terriblemente asombroso.
Proseguimos con el itinerario. Lagos con plantas acuáticas, como camalotes gigantes, recovecos armados como pérgolas y unas inmensas Palmeras Imperiales de Centro América, Venezuela y Colombia, de unos 50 metros de alto que bordean el camino principal del parque dándole un marco imperial a ese hermoso lugar. En ellas, un bello ejemplar de Garza de Sol, piulaba con un sonido particularmente molesto. Cogí un pedrusco y lo apedreé con certera puntería. Jacinta me miró orgullosa, asintiendo con la cabeza, aguantándose la risa, en una indudable señal de aprobación.
Una inmensa y bellísima explanada de Bromelias, nos advertía que el itinerario estaba a punto de concluir. Me detuve a leer un rótulo que avisaba que aquellas inflorescencias de gran atractivo se encontraban en estado vulnerable, destacando la destrucción del hábitat como la gran amenaza para su supervivencia.
Al girar la cabeza, observé perplejo como Jacinta había saltado la valla, y auxiliada con una pala, estaba escavando en aquella hermosa llanura, en busca de algún tesoro perdido.
Hay tantas palabras para definir ese lugar... Pero creo que lo mejor sería resumirlo en que es el sitio dónde la naturaleza, la belleza, la aventura y las leyendas se unen en aquel majestuoso jardín.