miércoles, 24 de abril de 2013

OPERACIÓN BIQUINI EN 5 DÍAS


Cogí el último muslo de pollo, pútrido y oleoso, me lo llevé a la boca y lo engullí con voracidad, mientras la grasa chorreaba por la barbarilla, deslizándose por mi ciclópea papada. Lo acompañé, como no, con bebida rica en azúcares. Sudaba. Mi mantecosa piel brillaba como la carcasa de un vehículo recién encerado. Tenía hambre, mucha hambre. Deglutía como un mamut esmirriado. Los pliegues debajo de mi mentón, se hinchaban y deshinchaban como las de un asqueroso sapo, dejando al descubierto unos quebrados dientes amarillentos, en los que se podía untar de mantequilla una barra de pan entera.   
Desmigajé algo de papel de periódico y limpié el borde del asiento del retrete. Me bajé el tanga y me dispuse a orinar. El dolor al hacerlo fue insoportable. Cuando terminé, miré perplejo el inicuo resultado. Había sangre oscura y piedras renales del tamaño de garbanzos. Otra vez. La gonorrea estaba en su fase avanzada.
Con evidentes dificultades de movimiento, al ritmo de mis jugos gástricos, me subí a la báscula y su chancero rostro susurró: 174 Kg.
Con el ceño fruncido, miré con pudor  mi mórbido cuerpo, aquellos escasos 152 centímetros de glucídicos rebosantes de moléculas adiposas, ese rico ecosistema colmado de colesterol y lípidos fermentados, entendiendo por qué de pequeño mi madre me tarareaba las nanas por walkie- talkie.
Quería huir de aquella horrenda imagen, como lo hacen las fétidas cucarachas buscando la salida de la letrina en el ardiente verano.
- ¡¡Gordo seboso!!- fue el primer aullido fiscalizador que recibí del espejo del aseo.
Mis formas se habían licuado en una grotesca corteza que mostraba características siniestras, como las de un orondo cachalote.
La piel se mostraba tirante por el irreversible aumento de mi volumen perimetral, marcando mi rostro con ramales de estrías. La concavidad de mis voluminosos y caídos senos, colonizados  por costras de sangre sobre lesiones recientes, impedía que pudiera ver mi pene. La barriga, repugnante, repulsiva y grande, como la de una embarazada, estaba cubierta de pelos gordos, sucios pelos de insecto de medio palmo de largo y gruesos como un alambre. Los brazos, ampulosos, cuasi-leprosos, cubiertos por untuosas llagas, brillando como si fueran de nácar, apenas podían estirarse, emergiendo del torso como viscosas protuberancias.
Era como un embutido, tal vez como una albóndiga, con cabeza, pies y manos. 
Quería que aquello fuera una mera ilusión, un delirio sufrido entre resacas y sueños, pero  la vulgar verbalización de un mórbido defecto de la fisonomía humana, era en mi caso, la pura, cruel y horrible verdad: Estaba obeso.
Mi viscosa complexión era el perfecto canon del ser ahorrador de energía, un individuo que contradecía los principios básicos de la estética, la lacerante antítesis de las estatuas talladas en mármol por legendarios escultores helénicos.
Cabreado, encendí el ordenador y comencé a aporrear torpemente su teclado, incitado por un impulso de obstinación: Cómo cojones adelgazar.
Vídeos, libros de autoayuda, siniestros artilugios, revolucionarias píldoras rectales, todas ellas de previo pago, decían solucionar milagrosamente el problema de sobrepeso.
Al tener todos mis ahorros en un banco de esperma, y ante la imposibilidad de costear los servicios de un endocrino,  decidí poner en marcha un astuto método casero, que en apenas cinco días, me permitiría perder esos 100 kg. que me sobraban. Apliqué mis avezados conocimientos en medicina nutricional para diseñar una dieta de shock, para eliminar la grasa corporal sin incrementar la masa corporal magra y la tasa metabólica:

Día 1: 
100 gr. de pollo + 200 gr. de verduras al vapor con especias + 25 gr. de pan integral + infusión de comino, anís e hinojo.
8 horas ininterrumpidas de salto con cuerda, con todo el cuerpo envuelto en celofán.

Día 2:
100 gr. de pescado a la plancha aderezado con especias (cardamomo, comino, azafrán y mostaza) + 200 gr. de kiwis a la vinagreta + 2.500 gr. de laxante genérico.
Dormir en la sauna.

Día 3:
1 ración de verdura al vapor (guisantes, alcachofas, brócoli, judías verdes, berenjena y calabacín) + 25 gr. de testículo picado de murcíelago + 1 infusión de cicuta.
Lijado del perímetro estomacal con un rallador de verduras.

Día 4:
100 gr. de pasta integral con 50 gr. de almejas + 1 hamburguesa vegetal de tofu de 50 gr. , aderezada con una especia + 25 gr. de algas marinas, todo ello, suministrado por vía rectal.
Intento de autofelación. 100 series de 100 repeticiones con 3' de descanso entre cada una.

Día 5:
Sutura de los labios con hilo quirúrgico y administración del alimento mediante un tubo de goteo por la nariz. 
Hidratación generosa del cuerpo con extracto de hiedra, roble o zumaque.

Hoy, una semana después de esbozar mi brillante dieta, puedo afirmar que ha funcionado,,,






miércoles, 17 de abril de 2013

LA MUJER DEL ESPEJO


Cuenta una vetusta leyenda, que en la remota y acogedora población de Rodrigatos de la Obispalía existe una morada maldita dónde, hace mucho tiempo, aconteció un macabro hecho.
Narra el apólogo que en ella vivía Demetria, una muchacha fea, extremadamente gibosa, carente de iris y pupilas, mejillas y frente estucadas por el acné y unas espantosas cejas que parecían una bufanda de lana.  
Aquejada desde nacimiento de hipertricosis lanuginosa, más comúnmente conocida como el síndrome del hombre lobo, tenía el cuerpo completamente cubierto de vello cuajado, y era vista por la arcaica sociedad de la época como un resto del linaje neandertal, como un ser tejido artificialmente.
Vivía aferrada a su madre, quien nunca le dedicó más tiempo del estrictamente necesario y más cariño del permitido, y que exhibía las anomalías de su vástago como si de un espectáculo circense se tratara.
Su padre, lampiño, borracho y politoxicómano, fruto de la envidia, azotaba constantemente a la pequeña. Los gritos eran constantes en ese hogar, bramidos de rabia, de dolor, de vejación. La madre, pesarosa de haber traído al mundo una niña grotesca y lanuda, a la que realmente nunca deseó, permitía que noche tras noche su hija fuera torturada por quien ella amaba ciegamente.
En su habitación, Demetria degollaba a sus gatitos utilizando los robustos pelos que asomaban por su espantosa oreja derecha, y los enterraba con cariño. Nunca le enseñaron a estimar, pero en su interior necesitaba velar por el descanso eterno de sus mascotas. 
Demetria falleció en su cama. Aquella noche, el cabrón de su padre extirpó uno a uno el pelo que colonizaba su pueril cuerpo, ensañándose de tal manera, que sus hirsutas manos apenas pudieron tapar su boca para dejar de suplicar y aguantar la tortura con resignación. 
Pelos, mucho vello y sábanas teñidas de sangre inocente dónde el calor humano nunca tuvo cabida.
Cuenta la historia que años más tarde los padres de Demetria aparecieron yugulados por mechones capilares en su habitación. Dicen que nadie escuchó nada aquella noche.
Relatan que Demetria, desde entonces, dentro de un espejo, vigila que nadie se atreva a perturbar ese siniestro habitáculo dónde ahora reina la sordez. Quienes osan entrar en la mansión son castigados por una maldición, por una mutación genética, en la que los folículos pilosos del maldecido, producen un descontrolado crecimiento del vello.

Ya había oscurecido. Los macilentos cuervos, famélicos de carroña, picoteaban la carne despedazada de mi herpes facial y las pústulas de mis encías ensangrentadas. Ni un alma por las callejuelas de Rodrigatos de la Obispalía. Con la boca abierta por el asombro, miré incrédulo lo que tenía a mi alrededor; el paisaje de aquella aldea era desolador, más triste que el escaparte de una ortopedia, con solo dos casas habitadas, varias en ruinas y algunas otras empleadas como corrales para custodiar ganado. 
Por fortuna, el remoto y metálico acento de las campanadas que venía del cansado reloj de la iglesia, asustó a las aves de negro plumaje.
Había decidido comprobar si la leyenda era cierta. Mi alopecia púbica, y especialmente mi galopante calvicie, bien merecía la pena tan arriesgada empresa.
La mansión era un mugriento hoyo negro, apenas iluminado por las delgadas líneas de luz que se filtraban entre los tablones clavados sobre los grandes ventanales.
Una enorme plancha de hierro cerraba el paso por la puerta. Afortunadamente, llevaba conmigo papel de lija. 
6 horas más tarde, tras farónico esfuerzo, conseguía erosionar el troquel de aluminio con la ayuda de la jodida cuartilla para limar.
Sudoroso y exhausto, entré en la mansión. 
Sentí como un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba a abajo, haciendo posada en mi pene, encogiendo, menguando su diminuto tamaño. 
Las paredes estaban teñidas por el polvo acumulado de tres lustros, y los vidrios quebrados dejaban pasar el aliento helado del pueblo y el jadeo molesto de un lugareño saciando sus necesidades carnales con una oveja. 
Me deslicé por el pasillo hasta llegar a la cocina, como si fuera un avezado ninja; abrí la puerta conteniendo la respiración, con los dientes castañeando, temeroso de lo que pudiera encontrar tras ella. Dubitativo, entré en la sala de fogones. Deslicé los dedos por la madera de la mesa, por el respaldo de las sillas, tratando de captar algún rescoldo de vida. Sólo hallé polvo en mis yemas, y pelo, mucho pelo. Frente a un viejo y espeluznante aparato de sodomización encontré un candelabro de metal y una caja de cerillas bajo él. Encendí el candelero y pude divisar un melón. El fruto, que había adquirido una tonalidad cobriza, estaba cubierto por una generosa capa pilosa. De forma astuta, mutilé en forma orbicular uno de sus extremos, para posteriormente abusar sexualmente de él, en una habilidosa simulación que el pepinoide era una velluda vagina femenina. 
En el otro extremo de la cocina, las ratas, convertidas en castores, roían una pared de la que nacía un pelo negruzco y rizado, tal pelusa testicular.
Todo parecía indicar que la fábula era cierta.
- ¡ Calvo de mierda !, ¡ Pervertido !-  abroncaron unas voces que provenían del salón.
Sentí el corazón acelerar sus latidos, el sudor empapar mi esfínter. Era Demetria
Anhelante por recibir la maldición,  grité puerilmente emocionado:
- ¡ Demetria, Demetria ! ¡ Estoy aquí en la cocina ¡ -.
Con zancada decidida, me dirigí al salón. Cada paso, cada centímetro que usurpaba a la estancia era un logro hacia mi propósito de peinar un generoso tupé, treinta años después.
La voz me contestó cantando horrendas baladas en un latín vulgar.
- Ahora baila para mí, cabrón - añadió Demetria de forma arrogante.
Quise desobedecerla, pero mi cuerpo caminó poseído en círculos fuera de mi control.
Imágenes de un viejo ballet que vi en mi infancia me cubrían, nublando mi vista. Mis manos imitaban una danza sin que yo lo pidiera. Parecía  un monitor de aerobic maricón. El movimiento se volvió frenético, grotesca mezcla de lambada, tangoreggeaton, prácticas exorcistas y técnicas milenarias de combate, en una danza de absurdos movimientos espasmódicos que parecían desafiar las leyes de la física.
Vino después un silencio ominoso que erizó mi piel. La mansión yacía entonces tenuemente iluminada. Al abrir los ojos, divisé docenas de mujeres, extremadamente peludas, que se reían a carcajadas y me lanzaban piedras antes de desaparecer. Tras ellas, un espejo ovalado, de bordes de madera tallada, del que emergía una silueta negra, dantesca, una mujer con sonrisa macabra.
- Ven a mí, hijo de puta!- irrumpió con voz celestial.
Cerré los ojos, agarré la cruz de mi cadena con ambas manos, comencé a rezar en voz alta y me dirigí, acojonado, hacia el espejo.
La mirada rígida y fría de Demetria, seguía clavada en la mía, hechizándome. Me acerqué, temblando como un epliéptico.
Demetria comenzó a levantar sus manos pálidas y duras, con unas uñas plateadas que parecían hojas de cuchillas.
Empecé a sentir punzadas en mi cuero cabelludo, en mi bajo vientre, en la nuca, percibiendo como un grueso vello florecía en mis zonas despobladas. 
Un hedor nauseabundo, inundó la estancia. El olor a sudor, alcohol, sexo y gato muerto se filtró por mis fosas nasales, haciéndome perder el conocimiento.
Me desvanecí. Desperté junto a frasco de gomina y una herida de bala de plata en el pecho.
La leyenda era cierta.



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miércoles, 10 de abril de 2013

EL REALITY SHOW


"Modere la velocidad, gilipollas", rezaba el oxidado cartel que daba la bienvenida al edificio. Haciendo caso omiso a la advertencia, aparqué mi camión como si entrara en boxes. Llegaba tarde. Muy tarde. 
Salí con esmero del párking y me detuve un momento a contemplar la fachada exterior de aquellos conocidos estudios de televisión, aquellos inmuebles que me catapultarían al éxito.
Un edificio prefabricado, vestigio de la atroz crisis financiera, de escasa altura pero mucha anchura, de tonos grises y blancos rematado con un desmesurado cartel de colores soviéticos, marco rojo, fondo amarillo, mancha color escarlata, y dentro de ella unas letras blancas que te ubicaban de golpe en el punto del mapa donde te encontrabas.
Pese a mi exitoso debut en la 3ª Edición de Operación Triunfo, estaba más nervioso que el urólogo de Chuck Norris. 
Un súbito encogimiento de abdomen acompañado de gotas de sudor hicieron temblar mis piernas. El brusco movimiento estomacal me hizo extender los brazos contra las paredes para mantener el equilibrio. 
Palidecí. Esdrujulé palabras. Empecé a temer lo peor. Aterradores sonidos de tripas, dantescos chirridos de gases, exasperantes retortijones... Los intestinos enfurecidos alertaron de lo que a continuación iba a ocurrir. Percibí como algo caliente impregnaba mis calzoncillos.
¡ Jodidos nervios !
Encendí un cigarrillo, me bajé los pantalones y me puse en cuclillas al lado de la entrada del Plató nº 5. 
Relajé la postura, balanceándome de un lado a otro, apretando el punto caliente de mi vientre.  
-¡ Ya sale, ánimo !, ¡ Ya ve la luz !, ¡ Vamos campeón !- gritaban emocionados los empleados de mantenimiento  tratando de animarme.
Ploff. El fruto podrido de mis entrañas salpicó las baldosas del zaguán, en una bacanal de olor y color. 
Mis alaridos de éxtasis fueron ahogados por la sonora ovación de los que allí se congregaron.
Tras la evacuación, entré en el estudio con paso dispar, arrastrando mis gastados zapatos chinos a cada zancada, apuñalando mi triste cuerpo y mis articulaciones. 
Se hizo un silencio sepulcral al cruzar la puerta que precedió a un murmuro de perplejidad y desconcierto al ver mi rostro pútrido, adefésico. 
Una carcajada, rápidamente reprimida, se escapó de las fauces de una de las guionistas mientras dirigía una fugaz y divertida mirada de aprobación a un tertuliano, al tiempo que sentenciaba en voz baja: -” Es verdad, tiene cara de pez payaso”-.
En el fondo, borbotones de luz artificial y empleados comportándose como actores secundarios de un mugrienta telenovela de sobremesa. A la derecha el ayudante de realización utilizaba una bolsa de yeso en polvo a modo de masturbador antes de entrar en directo, mientras una grotesca camarógrafa ensayaba las ópticas del rodaje.
Primero me abordó una morena de belleza magrebí. Se detuvo a dos palmos de mi espantosa figura, me saludó con una mueca de pavor, abundante en dientes, y me acompañó apresuradamente a la sala de maquillaje.
Una decrépita cincuentona, entrada en carnes, que vestía con estampados idénticos a los de mis sucios calzoncillos y lucía con orgullo las bragas de enseñar, empezó a maquillarme. 
El rebozado que tuvo que trazar en mi aterrador rostro era digno del programa “ Mega-Estructuras”
Estaba angustiado. El programa ya estaba en marcha y tener que abrir la puerta del auditorio, de cara al público, me resultaba estremecedor. 
Mis hasta entonces adormecidas suprarrenales se pusieron en marcha y la adrenalina comenzó a fluir por mis entrañas.
Con risa sombría y brillante pavor reflejado en mi cara,  abrí la puerta del auditorio y sentí como la ducha de luces blancas, verdes y azules con la que me rociaron los focos me cegaba. Noté el sudor por mi nuca, por mis tupidas axilas, por mi deforme escroto. Me senté emitiendo un gutural sonido de anciano al lado del resto de invitados. 
Una música, una melodía incómoda, que casi incinera los altavoces, advertía que el reality show televisivo había comenzado. 
Aproveché el estruendo para echar la vista atrás, mirando lo que había a mi espalda y comprobé que había dejado entreabierta la puerta de la entrada, que bien podía ser de salida. Por un momento en que la cogorza y el pánico bailaban en mi cabeza, tuve la tentación de salir corriendo igual que una liebre. Pero ya era demasiado tarde. 
Había llegado la hora. Lo que toda la vida había estado esperando. Un programa para publicitar mi desbordante ingenio. Rumbo a la fama.
Una voz metálica a través del micrófono de la presentadora pronunció mi nombre.



miércoles, 3 de abril de 2013

EL PLÁTANO ASESINO


Mi boca, arriba, exacerbaba ronquidos que parecían los gruñidos de mamut malherido. Los jodidos geranios, cómplices de tantas noches de insomnio,  hurtaban  impunemente el poco oxígeno que llegaba a mi dantesca alcoba. Mi macrocéfalo, debajo de la almohada, como era habitual siempre que me cuasi-desnucaba practicando con escaso éxito una autofelación antes de dormirme. La frescura de las sábanas mitigaba el dolor espinal de tan estúpido ejercicio. Mis pies, colonizados por callos del tamaño de pelotas de golf, pendían fuera de la cama, ayudándome a refrescar mi mórbido cuerpo ante el suave calor de verano de ese viernes trece de Diciembre. La luna, allí fuera, se levantaba majestuosa en un cielo preñado de estrellas, como una ciclópea aureola luminosa refugiada vigorosamente detrás de una fina nube gris.
A las 3.82 de la madrugada, una afónica y siniestra voz, que parecía salir de las paredes, me llamó por mi nombre:
- ¡Anastasio!,  ¡Anastasio!- insistió varias veces.
Con los párpados pegados por unas costras de pus que me alertaban de las bondades de unas futuras cataratas, y esa sensación de no poder abrir los ojos, como cuando uno quiere despertarse antes de tiempo, intenté, estérilmente, averiguar quién cojones me llamaba y de dónde coño provenía aquella voz áfona y ronca, apenas conocida, escasamente perceptible.
Tanteé sexualmente sobre mi mesita de noche, queriendo encender la lámpara. Sólo conseguí arrojar al suelo mi móvil, el vaso de whisky y un ejemplar de gato saludador que hábilmente había hurtado en un bazar chino.
Viendo que no conseguía nada, cejé en mi intento. Intrigado, opté por responder a quien me hablaba.
- ¿Quién anda ahí?.  Sergio Dalma, ¿ eres tú?- murmuré titubeando.
Lo único que se escuchó fue el mudo silencio sólo roto por el tic-tac sedativo del reloj.
Sentí como el miedo se apoderaba de cada rincón de mi cuerpo, oprimiéndome el pecho, dilatando mi uretra. 
Chupé el pomo de la puerta tratando de tranquilizarme, y tuve un orgasmo, raudo, diligente, anónimo. 
-  Anastasio, cabrón, sé que está ahí!- exclamó la  enronquecida voz una vez más.
- ¿ Quién coño eres ?. Te advierto que voy armado!- respondí mientras agarraba el ambientador del armario.
- Anastasio, desgraciado! , ¡Soy un plátano! -.
Dudé un instante, como intentando procesar aquella información, frotando mis ojos, incrédulo y escéptico. Pero si los plátanos no insultan,,, ¿ Estaré soñando todavía? ¿ O es alguna clase de broma? pensé al tiempo que simulaba misteriosas poses bélicas.
- He venido a matarte, hijo de Satán !- añadió quién decía ser la fruta de forma fálica y color amarillo.
La adrenalina, que guillotinaba ahora el miedo, me obligó a complacer la curiosidad y acercarme al lugar de dónde provenían las macabras voces. Caminé sin pensarlo dirección a la cocina, mientras me cosquilleaban en el cuerpo las telarañas. 
Una risa exagerada, pero aún así sin volumen muy fuerte, me alertó que estaba cerca, muy cerca.
- Anastasio, vas a morir bastardo hijo de puta!- susurró de nuevo la áspera voz. 
Empecé a golpear monótonamente mi cabeza contra la puerta acolchada de la cocina, desesperado, encolerizado.
- ¿Qué cojones quieres?- grité horrorizado.
- Anastasio, gilipollas, estás muerto!-.
Aquellas voces resonaban en mi mente y estallaban como bombas vejatorias. Estaba atormentado, desquiciado. Una desconsoladora tristeza se apoderó de mi. Que ruin y sórdido momento. Los apodos, los insultos que desde niño me  habían acompañado irrumpieron en mi cabeza.  Inútilmente traté de eliminarlos. Sentía lástima de mi mismo, pero no podía permitir que una fruta me humillase.
Entré decidido en la cocina, y al abrir la nevera, lo encontré, altivo y rozagante, con una mirada fría, inquietante, y una sonrisa casi macabra.
Nos pusimos uno frente a otro, en silencio, frunciendo el ceño, sin cruzar palabra, insulto o reproche, y nos enzarzamos en una varonil pelea, cuerpo a cuerpo. 
Un movimiento felino del plátano, le permitió dar primero. Arremetió contra mi mejilla, derribándome al suelo. Empecé entonces a recibir una brutal secuencia de crueles puñetazos. Conseguí esquivar uno de ellos y lanzar un manotazo en su vientre sacándole todo el aire.
Mi albastrina y deforme mano consiguió, no sin esfuerzo, cerrarse entorno a su frágil garganta. El plátano asesino siseó y desplegó sus letales y despiadados colmillos. Sus liliputienses ojos relampaguearon como una estrella en verano, rapaces, caníbales. Con un astuto movimiento de avidez voluptuosa, el plátano se desprendió de mi mano y se abalanzó contra mi oreja, amputándomela de un mordisco.
Mi vista se nubló. Sentí un mareo, palidecí. Empecé a hiperventilar. Percibí en los labios del plátano una sonrisa burlesca al contemplar mi rostro mutilado.
Mancillado en el honor, saqué fuerzas de donde no las tenía, y preso de la ira, empecé a propinarle guantazos por todo el cuerpo.
Finalmente, la jodida banana, exhausta, sucumbió ante un certero puñetazo que aplastó su trémulo cerebro. En esta ocasión el rol de vengador me tocaba a mí. Herido en el orgullo, no lo dudé. Lo violé.




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