Con los ojos
inyectados en sangre, me hallo posado sobre la reluciente taza mayólica, sudando,
apretando con rudeza el punto canicular de mi andorga.
Con una maniobra de
naturaleza animal, y precedida de desgarradores gritos, consigo expulsar un mojón de sansónicas dimensiones.
Me aseo pulcramente
el tercer ojo con un pañuelo balsámico. Tengo una extraña sensación, percepción
lóbrega, una intuición tal vez.
Me acerco al retrete
para escrutar la aleación ambarina de mi orín, girando en ponzoñosos remolinos
de espuma, sobre los que surcan pelos ondulados que serpentean antes de ser
engullidos por el desagüe.
Observo el recorrido gelatinoso del fruto podrido de
mis vísceras, resbalando con denuedo a través de la taza. El rastro tiene una
inquietante tonalidad azulenca.
Algo no marcha bien.
Reúno testiculina,
penetro mi brazo derecho por el excusado y recojo un generoso trozo de materia
fecal, todavía caliente, para su estudio.
El sedimento
excrementicio emana un aguzado hedor a ázoe. De él, se desprenden como las
hojas secas arbolinas en otoño, pequeñas plumas grisáceas, plomizas, cenizosas.
No hay duda. Estoy
sufriendo alguna especie de metamorfosis genética.
Un nudo recorre
mi garganta, haciendo erizar mi vello púbico.
Me miro al espejo, y
aprecio un amorfo cuerpo sustentado en un pierna, mientras la otra extremidad
es retraída a la altura del vientre, en una acrobática postura grotesca.
Observo, titubeante,
como mi cuello se estira y mi cabeza ladea, con raudos movimientos, tal
gucamayo tropical.
Los ojos, oscuros y
sombríos, son mayúsculos en proporción al diminuto tamaño de la cabeza, y se
encuentran sepultados en las cuencas. Irrumpe bajo una prominente y agrietada
frente, una nariz aguileña, ganchuda, un poderoso apéndice cartilaginoso, corvo
y arqueado.
Mi garganta, tierna
como carne de seno materno y de forma lanceolada, es erizada, dándole un
aspecto hirsuto.
Un felino y reflejo
movimiento me lanza al suelo. De forma maquinal, picoteo las baldosas del baño.
Es un cacahuete.
Mi miro de nuevo en
el espejo quebrado y mugriento, petrificado, sin parpadear, saco un peine y
trato de restituir la poca dignidad perdida tapando mi mugrienta alopecia con
el atezado mechón de pelo lacio y grasiento.
No es algo
metafórico ni poético, tengo cara de pájaro, rostro de ave, soy una jodida
tórtola.
Subo al tejado de mi
morada.
Escruto el horizonte
de azoteas que asoman sobre la superficie de la urbe como picudas madréporas.
El ronco grazno de un planeador córvido llama mi atención. Cola acuñada, cabeza
saliente, esfínter dilatado. Su vuelo me sorprende por la agilidad y los
repentinos cambios de dirección. Tras él, una jauría de fámulas palomas acicala
sosegados bisbiseos de aire, expeliendo impunemente sus níveoaceitunadas heces.
Con fogosos anillos
de nubes en el confín, diviso como un gorrión alterado genéticamente por la
inclemente contaminación, de pico ganchudo y ásperas garras, baila en
círculos con sus alas nítidas y rudas. La elegancia innata en el movimiento de
sus extremidades, me deja perplejo.
Padezco una insólita
erupción de decoro, libertad y fascinación.
Pienso, contumaz,
que quiero ser como ellos. Soy como ellos.
Un cloqueante y
metálico bramido exhala de mi garganta.
-¡Praaak,
praaak!- gorjeo de forma
refleja.
Es la señal.
Brioso y exultante
de energías, subo al alféizar de escasos 30 centímetros de ancho.
Extiendo los brazos y cierro los ojos. Respiro y percibo la plenitud del
instante. Soy soberano de las alturas. El aire ahora acaricia mi avícola faz.
Espero pacientemente la llegada del corriente de aire ascendente. Es la
victoria del espíritu libre sobre la materialidad inerte.
Voy a volar.