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miércoles, 6 de noviembre de 2013

ÉXTASIS

La lánguida luz del fanal que custodia la lóbrega esquina, intenta medrosamente abrirse paso a través de unos escabiosos y deshilados visillos, hasta el interior de la alcoba de este grotesco motel en el que he acabado refugiándome para pasar la noche.
Una claridad todavía embrionaria empieza a pigmentar el cielo, desnudo de nubes, con la rosácea transparencia que precede a un día luminoso, acerba diacronía de la tenebrosidad dónde me encuentro sumido.  
Mi boca, salpicada de esperma,  tumefacta, supurando cárdeno flujo ulcerado, me duele horriblemente. 
Abrazado a mis rodillas junto a la ventana, tal estúpida quinceañera melancólica, dejo transcurrir, consternado, las largas horas de la madrugada. Percibo con nitidez los jadeos del viejo burdel que el sigilo noctívago distorsiona dotándoles de propiedades perturbadoras y significados sicalípticos. 
Me siento mancillado, sucio, denigrado. 
Registro los harapientos bolsillos de mis pantalones, y de entre un kleenex petrificado, tomo las dos grageas de ácido lisérgico con las que aquél toxicómano pagó mi servicio, una nauseabunda felación callejera, mi única forma de conseguir ingresos estas últimas semanas.
Encojo los hombros en conformista disposición, y con un sorbo de brandy, tomado de la sabulosa botella de cristal que reposa junto al camastro, engullo ambas dosis en cuyas minúsculas caras llevan esculpidas una tétrica representación del gazapo del Playboy.
Llevo a cabo la ingestión de las píldoras psicotrópicas discurriendo que, dadas las circunstancias, son lo más parecido a un ágape.
Me dispongo a esperar que el estupefaciente produzca efecto.
Durante casi una hora no percibo sensación alguna, nada que invierta este millonésimo y estruendoso zumbido en el cerebro que me injuria y se burla de mi condición de meretriz, pero al poco comienzo a percibir un zarandeo en la cabeza, advirtiendo como el suelo y la pared en la que gravito se licuan como manteca caliente.
Mi inconexión con la realidad y la sensación de bienestar postergan mis sufrimientos.
Me siento ingrávido, liviano, vaporoso, aguachinado en un éxtasis de sosiego e invulnerabilidad, como si hubiera retornado al útero maternal, que me cobija estuoso y protector.
Escucho vociferar al gres y a las paredes emitir perniciosas risas que terminan en expectoración.
Creo que soy un afamado actor, dipsómano de sexo, barbitúricos, excesos y glamour. Sudo purpurina. Cabalgo sobre centenares de unicornios de inenarrables coloraciones que unas veces relinchan con lasciva seducción y otras salmodian en centenares dialectos distintos, pero perfectamente inteligibles.
Oigo vítores, ovaciones, lisonjas.
Cientos, miles de Playmobils, de matices cambiantes, que al intentar beber derraman el aguardiente por su espalda, corean mi nombre.
Me emociono por el apego que se hace palpable en el cómplice destello de miles de ojos linóleos que me acarician, envolviéndome por un amor casto y lumínico.
Las risas forman palabras, y éstas canciones. Todos cantamos. Lo hacemos en hebreo, sin conocer su significado. El caos, el dislate, surrealista y placentero, espasmo primigenio, es ensalzado en su sentido inmanente.
Mi cabeza  es puro vahído, una espiral de aprecio en pura ascensión.
Intento ejecutar el célebre giro de David Bisbal. Parezco María Jiménez.
Los pequeños títeres de plástico se ríen de nuevo con fuerza, la expresión más armoniosa de la felicidad. Carcajeo con ellos en suprema comunión.
El brandy empieza también a realizar su efecto. Percibo cierta destemplanza intestinal. Mi estómago se remueve ahora con furia, dolor en las vísceras, músculos y ligamentos en tensión. 
Acompañado por la legión de juguetes de plástico,  con temblores que desestabilizan mi artificioso caminar, me dirijo al aseo. 
Apoyo mis velludos apoyaderos en el retrate y procedo a constreñir con desvelo el punto caliente de mi vientre, mientras mis nuevos amiguitos, amenizan el sórdido momento tocando una bella melodía con el xilófono. 
Tras hercúleo esfuerzo logro expeler una hez gigantesca, soberbia, mayestática, un titánico  sedimento sanbernardiano. Una auténtica obra de arte, un primoroso zurullo de al menos cuarenta centímetros de émbolo terroso, de pulido virtuoso, inaudita legumbre de mis vísceras. Atónito advierto cómo el perfecto mojón se desliza por el talud de porcelana, elegante, etéreo, seráfico. Oigo cómo las polímeras marionetas vitorean de nuevo mi nombre.
-¡TÓ-MA-LO! ¡ TÓ-MA-LO!- gritan presos por la enajenación, por la autocracia de los contrarios a ordenar el caos.
Sin dudarlo un instante, tomo el zurullo con frenesí, con entusiasmo, cautivo por la pasión.





miércoles, 18 de julio de 2012

LA SUBASTA

Tras bajar del autobús, rodeé su rubeniana cintura con el brazo, tal y como solía hacer siempre, aunque ella comprendió, por la forma de llevarla, que lo había hecho de forma instintiva. Sin embargo, Jacinta me correspondió haciendo lo mismo. Mientras caminábamos hacia sala de subastas, ella se llevó la mano libre a su grasiento cabello de tres pisos, atusándolo levemente, dando a entender que la suave brisa que soplaba le había descolocado su espantoso flequillo. Tan sólo era una excusa para poder girar la cabeza hacia y verme la cara. Desilusionada, vio que la expresión de mi rostro no había cambiado. Ver aquella alimaña me causaba náuseas. Dudaba entre besarla o agredirla. Tenía una nariz espantosa, era gigantesca, con la punta caída y globulosa, la tenía desviada, y la arrugaba como un conejo para parecer más adorable. Su cara era espantosa, llena de llagas y cicatrices, un rostro que abría al resto del mundo nuevos senderos en el campo de la lástima. Era tan fea que cuando la veían los albañiles se ponían a trabajar. Parecía tan ausente que, por un instante, temió que yo no estuviera allí realmente. Inconscientemente, Jacinta puso su mantecosa mano sobre la mía, apretándola contra su cintura para reafirmar su presencia. Di un pequeño respingo, como si despertara de un sueño, y giré la cabeza. Ella sonrió usando todos sus músculos faciales y dejando al descubierto unos espantosos, desiguales y torcidos dientes de castor. Le devolví una sonrisa forzada. Por un instante, pensó que había vuelto, y se sintió estúpidamente feliz de volver a ser el centro de mi atención.
Llegamos a la sala de subastas rebosante de actividad para que nos explicaran las normas de la licitación. Nos sentamos en primera fila. Jacinta se revolvió en su asiento. El tacto de la tela de la falda sobre su piel le recordó que no llevaba ropa interior. Se excitó levemente. Sonrió socarronamente. Siempre le ocurría igual.  
El subastador colgó el primer retrato sobre la mesa de roble, para que todos pudieran contemplarlo. Lo cuidó con mimo y comenzó la puja. Se trataba de un severo y dantesco retrato de aquellos cuadros de antepasados que se colocan sobre chimeneas de caserones.
- Muy bien, señores, comencemos. ¿Cuánto ofrecen por este retrato?”-. Se hizo el silencio, aunque enseguida empezaron a oírse susurros y algún que otro eructo en la sala. Un mórbido hombre, de aspecto grotesco que mostraba amplias manchas de sudor en las axilas, dotado de un enorme barriga que le deformaba una camisa que se abría delatando un ombligo  peludo  con la capacidad de fabricar jerseys para abastecer un H&M, ofreció 500 €. Pobre cabrón. -“500 € a la una, a las dos, a las tres....¡Vendido! Vendido por 500 € al miserable señor del fondo”-exclamó el subastador, adjudicando el retrato al grasiento individuo, que había sido el único interesado en comprar el cuadro. Al oír el mazazo sobre la mesa de subastas, Jacinta se asustó como una coneja.
"-Continuemos los remates con este retrato de Fernando de Austria. ¿Quién ofrece por este retrato?"-. Hubo un gran silencio. El parecido de aquel decrépito monarca con Lady Gaga era asombroso. Entonces una gutural y desagradable voz del fondo de la habitación gritó: "¡Queremos ver las pinturas de calidad! ¡Olvídese de ésta!"-. Sin embargo el subastador persistió: -¿Alguien ofrece algo por esta pintura?, ¿1.000 €?, ¿2.000 €?"-. 
El subastador continuaba su misión: -“Fernando de Austria!!” ¡¿Quién se lleva Fernando de Austria?”- .
Finalmente, una voz se oyó desde muy atrás del cuarto: -"¡Yo doy diez € por la jodida pintura!"-. Era una sudorosa y vieja gorda, con voz de fumadora de Ducados y con un muslo de pollo en la mano.  -"¡Tenemos 10 €!, ¡¿Quién da 20?!"- gritó el subastador. 
-"¡Dásela por 10 €! ¡Muéstranos de una puta vez las obras maestras!"-, dijo otro exasperado."  Jacinta,  había perdido la dignidad al quedarse dormida con la boca abierta encima de mi hombro. La desperté de un brutal bofetón. Despertó de golpe con aquella cara que se le queda a tu padre cuando le dices que te va la zoofilia.
La multitud se estaba poniendo enojada. Nadie más quería aquella pintura. El subastador golpeó por fin el mazo: -"Va una, van dos, ¡VENDIDA por 10 € a la gorda sebosa del fondo!"-.
Un hombre que estaba sentado en segunda fila gritó feliz: -"¡Ahora empecemos con la  jodida colección!"-. El subastador, sin contagiarse, continuó arengando a su público.-“ El siguiente lote es una magnífica colección de pelo púbico de Marujita Díaz” -¿Cuánto vale esta reliquia?. Digan ustedes. ¿Quién me da, por lo menos, 1.000 €?"-. El público se miró cómplice y tímidamente, mientras los organizadores empinaban copas de vino para reducir la ansiedad. Un obseso sexual gritó -” 2.000 €”- mientras se frotaba compulsivamente los genitales. -“El perturbado del abrigo negro ofrece 2.000. Alguien brinda 2.500?”-Silencio sepulcral. -"2.000 a la una, 2.000 a las 2, y…adjudicado al impúdico caballero del abrigo negro"-. Yo estaba construyendo hábilmente un avión de papel con el catálogo sin prestar atención al objeto que en aquellos momentos estaba siendo subastado. De inmediato levanté la vista hacia el subastador para ver qué objeto se encontraba en aquellos momentos en la puja.
Un cuadro de Luizzi Gilarddino. El misterioso cuadro captó por completo mi atención, hechizándome, seduciéndome, y tras comprobar el dinero que podía gastarme decidí concentrarme en la subasta. Pronto salió a puja tan codiciado ejemplar, por el cual confiaba en que nadie pujara. -" Se inicia la puja en 200 €."-. El silencio continuó, lo que favorecía mis expectativas de adquirirlo. El pobre hombre que conducía la subasta intentaba por todos los medios animar la puja, pero no había manera. Nadie parecía mostrar el más mínimo interés por un trozo de papel pintado. Levanté mi cartulina. -"El asqueroso caballero con la máscara de spiderman ofrece 200 €.- Doscientos a la una.”- . Mi expectación iba en aumento a medida que se acercaba el final. “- Doscientas a las dos.”-. Me imaginaba pasando mis manos por cuadro. El subastador hizo una breve pausa antes de pronunciar la sentencia definitiva que correría la obra. Sin duda buscaba crear algo de expectación esperando que alguien hiciera una contra oferta. Pero nada de eso sucedió, y el retrato cayó en mi poder.
-“Doscientas a las tres. Adjudicado al señor Prepuzio.”-





viernes, 16 de marzo de 2012

JACINTA PRESENTA SU PRIMER LIBRO

Jacinta, presentó su primer libro " Memorias de una becerra", con lágrimas en los ojos que incluso le impidieron hablar en varios momentos de una rueda de prensa muy emotiva, en la que destacó, con sus habituales dificultades en el habla, que -“había cumplido un sueño”-. Acompañado de un traductor para sordos, su inseparable osito de peluche y su madre, estuvo muy conmovida durante todo el acto celebrado en los aseos del Mercadona, rebosantes de holgazanes de Barranquillas (Madrid), dónde vio nacer a esta mugrienta mujer de mísero intelecto hace 40 años, en dónde todavía hoy, es un ídolo , un icono, un ejemplo a seguir por miles de gitanos y vagabundos.  Jacinta  compareció puntual a la rueda de prensa. Estaba visiblemente nerviosa, con su sucio traje-chaqueta  salpicado por aceite y mayonesa. Mostraba amplias manchas de sudor en las axilas y la enorme barriga le deformaba una blusa que se abría y dejaba ver un ombligo peludo y grasiento. Sonreía con una risita indecente que ponía al descubierto unos dientes desiguales, torcidos, quebrados, con varias capas de sarro que colgaban de unas sangrientas y putrefactas encías. Sus orejas, de longitud exagerada, rebosadas de amargo cerumen, le otorgaban un aspecto aterrador, fétido. Su nariz, torcida, tosca, afilada, repleta de puntos negros como un error del buscaminas, le confería una fisonomía vomitiva, repugnante. Jacinta declaró con voz de camionero ucraniano-"sentirse orgullosa del libro en el que el prólogo fue redactado por mi amigo, mi compañero, mi amor, Anatasio Prepuzio. Un prólogo lleno de recuerdos, y que me ha dado la idea de hacer mis pinitos en la literatura.”-, fueron las perlas cultivadas de Jacinta en su preámbulo antes de presentar el libro  en sí. Jacinta bebió un sorbo de agua, expectoró estrepitosamente escupiendo en la mesa un repugnante esputo de saliva con alto contenido mucoinfeccioso, y prosiguió con su presentación. Estaba nerviosa, tensa. Su obeso cuerpo transpiraba de forma apestosa y maloliente. Le picaba el pubis por la cantidad de ladillas, herpes y hongos que colonizaban sus genitales. Se rascó con ostentación su sexo, olfateó con depravación los dedos con los que había friccionado sus órganos sexuales y prosiguió con la explicación. Profesándome en todo momento una gran admiración,  tuvo palabras de cariño y amor, así como gestos, besos y miradas tiernas hacia mí durante el evento. - Se trata de una biografía que a lo largo de 130 páginas aborda desde mi infancia hasta la actualidad, centrándose no sólo en su vida pública, sino también personal.”- explicó Jacinta. -¡¡¡Fea!!!! -increpó un exaltado asistente. 




Jacinta  visiblemente compungida, aguardó pacientemente que cesaran las injurias. Estaba abatida, hundida. Tenía introducido su dedo índice en el orificio nasal. Lo movía cuidadosamente en círculos. Palpó con la yema del dedo el preciado material y tras extraerlo y observar que era de óptima calidad, lo usó como aperitivo. Eructó miserablemente y reanudó la explicación. -“"Quisiera que la gente que lea el libro se sienta implicada, parte de esa vivencia, que se pueda meter adentro del personaje", agregó. -” Guarra!!!, Cerda!!!!!!!” - interrumpieron de nuevo varios asistentes. Con lágrimas en los ojos y voz temblorosa,  Jacinta reemprendió la conferencia.
Los chorros de sudor caían por su frente. Olía como un vertedero. Cada vez que abría la boca, le quedaban varios hilillos de sucia saliva entre el labio superior y el inferior. Llegó hasta uno de los concurrentes, el aliento de su bufido. Una bufido nauseabundo y repugnante que les impactó de lleno. Una pestilencia compuesta de una mezcla de ajo, pescado y perro muerto en estado de descomposición que le ocasionó arcadas y vómitos.  -“Tápate la boca para hablar, cloaca miserable!!! Ja Ja Ja!!“- interrumpió de nuevo. Mi pobre Jacinta  estaba alicaída y humillada, sentada en su silla, con la cabeza gacha. Tenía la camisa empapada de moho. Su pequeña caja torácica estaba unida a la cabeza con ausencia de cuello. La única diferencia entre ella y un sapo era el color de la piel. Cerró los ojos y comenzó a respirar tranquila como una manera de controlar su cuerpo sometido a la presión. Tenía los dientes sucios y pringosos, con restos de las galletas de chorizo que acababa de comer. Aliviada del estrés, Jacinta prosiguió con la presentación. -“Me encuentro en la etapa de mi vida en la que ha logrado aceptarme y quererme, y me siento abiertamente feliz con mis defectos y mis virtudes y no me agobio por lo que dirán.”-. Cuando hablaba escupía pequeñas burbujas de radioactiva saliva blanca repletas de pus. Se rascaba compulsivamente el cráneo. Tenía una fábrica de nieve artificial en la cabeza de la que caían abundan copos de caspa. No. No eran copos. Eran costras y cortezas de rasposa y desprendida piel capilar. Tenía la cara poblada de repugnantes granos, forúnculos infectados y abscesos ulcerados repletos de gusanos y lombrices enroscándose. Los asistentes le miraban con ojos achinados, como intentando ver un dibujo oculto. Su rostro parecía una estatua de cera a medio derretir. La Madre Naturaleza había sido despiadada y cruel con ella. Entre silbidos y abucheos Jacinta concluyó la presentación, brindándome una bella dedicatoria:

 

martes, 13 de marzo de 2012

LA JODIDA ESPINILLA

El vaho de la ducha se había disipado casi por completo. Apuré con la toalla los últimos retazos de espejo empañados, con cuidado de no emborronarlo. Sonreí al espejo y él me devolvió el gesto con dedo corazón levantado como respuesta. Entonces la vi. En mi mano izquierda, la que utilizo para orinar. Con evidente mala fe, la pesadilla de aquella puta espinilla, aquella repugnante impureza cutánea volvía a hacerse realidad.
Volví a limpiar el espejo, esta vez sin cebarme en delicadezas, pero no era  una mugrienta mancha. No del espejo.
Boquiabierto comprobé como mi piel tersa se hinchó lentamente en los confines de mis labios. No pude evitar el estúpido parpadeo frenético que acompañan los tópicos de la sorpresa, pero sabía bien que no era una ilusión. Me había salido un grano. La visión me ruborizó y el bulto enrojecía. Sentí presión, y no sólo física. El calor se estaba extendiendo, se enraizaba en la muñeca, trepaba sobre mis dedos de pocero. Tenía que hacer de tripas salchichón.
Apreté con una combinación digital pinzante la zona anexa, y pronto me di cuenta que si quería conseguir resultados debía presionar con más intensidad aquella zona, obligar a aquella jodida espinilla a dar la cara. Aquel primer intento fallido sirvió para que la espinilla reaccionara y al poco tiempo asomara su pequeña cabeza, que no era como pudiera pensarse de color negruzco, sino de una bella e insólita tonalidad amarilla. Para mi sorpresa, al poco de empezar a asomar esa cabecilla, noté que si presionaba con la suficiente intensidad, la espinilla comenzaba a aflorar, realmente de su interior surgía un delgado filamento blanquecino-amarillento a consecuencia de mis maniobras opresoras digitales.
Mis índices lo acorralaban ferozmente, y ocurrió lo inesperado. El tiempo se detuvo, el cristal se empañó de nuevo, pero esta vez no fue por la ducha; era mi cabeza. Volví  a ver el nacimiento de la pequeña pústula, un recuerdo que me asaltaba una y otra vez, hasta que por fin me di cuenta. Las dudas acerca de la exacta naturaleza y las intenciones de aquel filamento que de su interior surgía, mi temor cada vez mayor a que aquella sustancia formara parte del tuétano de mi zarpa , y mis visitas a homeópatas en busca de una explicación racional empezaron a convertirse en una obsesión. Algo había nacido junto a la abominación, un gemelo de la excrecencia, incorpórea, pero no por ello menos turbadora. Fascinación para científicos y facultativos. Descubrí mi espalda, mis tupidas axilas y mi escroto bañados en sudor helado al reconocer lo que siento por la anomalía.
No podía estar pasando, no debería, pero era así, o así lo interpretaban mis dedos, que se  separaban sin apenas darme cuenta. Mi conciencia había quedado nuevamente dividida, exorcizada. Punzadas de marginación, desprecio, brusquedad, odio y dolor. La espinilla se había convertido en una protuberancia del tamaño de un huevo y el simple roce me resultaba un suplicio. Pensé que lo mejor era lavarlo como me habían dicho, así que dirigí un chorro suave de agua tibia que no hizo mas que acrecentar la molestia, y notar como el jodido huevo empezaba a palpitar como si tuviera que cobrar vida. El olor llegó a mis grotescas fosas nasales y me recordó el hedor de carne podrida de mi pueblo los dos días de la matanza. Los retortijones y las arcadas me invadieron y empecé a vomitar el escaso desayuno que había tomado. Trozos de tostada, nocilla, fruta y pizza, se mezclaron entonces con el pus que supuraba de su herida creando una masa pegajosa que intenté retirar con un poco de agua y una gasa. Sobre la colina terciopelada había nacido una obscenidad esmeralda, rebosante de fluidos y autoridad.
Parecía contenido, como si quisiera revelarme a gritos una verdad universal pero la guardase para un último momento. No me atreví a tocarlo, ni siquiera a dejar de mirarlo. No sabía si lo que resbala por mis mejillas eran lágrimas o pus. La piel se había convertido en escamas cubiertas de parásitos de la carne. Empecé a delirar. Noté como el miedo me llenaba la mente y vacaba la vejiga al mismo tiempo. El corazón se disparaba. 
Con evidente excedente de testiculina, cogí un enorme cuchillo de cocina y me amputé la mano.






viernes, 18 de noviembre de 2011

LA LITURGIA DEL CAGAR

Muchas veces he escuchado que "de los placeres sin pecar... el más rico es cagar", y ¿ no  es cierto?.  A muchos les parecerá escatológico hablar del acto defecatorio, pensarán en que es indecente y soez, pero es absolutamente necesario.
Ciertamente, todos excretamos, unos más que otros, pero finalmente todos usamos ese dantesco orificio de salida que tiene nuestro cuerpo. Si para eso fue concebido, para que salga ese material pardo (azafranado si estás infeccioso). No importa el grado de fealdad, la posición económica, la raza, sexo o edad, todos, absolutamente todos deponemos. Todos somos hermanos en el cagar. De hecho, me atrevo a ratificar que sólo hay otra función corporal que unifica a la humanidad entera: respirar. Lo decía José Coronado cuando nos vendía el yogur Activia, y también Paz Padilla, cuando nos exhortaba a comprar Panrico con fibra. Con toda la fibra y el bífidus que toman estos dos, debían evacuar estupendamente.
Y es que hasta las Galletas Fontaneda, con su exquisita banda sonora, nos venden su fibra como la octava maravilla del mundo
Y además, todos compiten entre sí a ver quién evacua más y más rápido. El compromiso Activia, el desafío Allbran, y hasta el objetivo firmeza del Fitness de Nestlé. Productos con anuncios llenos de modelos, así como famosos de diversa índole, todos compitiendo a ver quién es más cagador. Ir al baño es para muchos, además de una necesidad fisiológica, un auténtico placer. Sexólogos afirman que el punto G del hombre se encuentra en el recto, a unos cinco centímetros del esfínter, justamente por donde pasa la materia fecal antes de conocer la luz. De su consistencia dependerá el grado de presión que ejercerá sobre la próstata. Esta presión es la que provoca el placer que ha llevado a muchos hombres a improvisar con frutas, utensilios moldeables e incluso bates de bésibol con tal de repetir la experiencia que la sabia naturaleza proporciona pero sólo a razón de, con suerte, una vez por día. Para algunos, el placer no es necesariamente físico. Hay gente que invierte entre 40 y 50 minutos en cada sesión evacuatoria, por lo que diversas actividades se realizan paralelamente para aprovechar ese tiempo que de otra manera estaría desaprovechado. Unos optan por leer un libro (incluso hay personas que han leído las obras completas de Nietzsche en tan sólo un par de semanas), otros prefieren ver videos porno en sus móviles, otros eligen tejerse un espantoso jersey de lana para el invierno y otros menos aprenden portugués leyendo los botes de champú.
Se supone que este acto debería tener una duración de entre 2 y 5 minutos, pero existen miserables individuos que tardan hasta 30 minutos sentados en ese pedazo de losa fría, en el gran trono. Habrá quien entre con su ordenador al baño, otros optarán por tocar la guitarra o cortarse las uñas de los pies, e incluso habrá quien recita poemas de Espronceda.
Cagar es todo un arte, desde la revista o método de distracción que se escoge hasta ese momento de concentración donde fluyen las ideas, creatividad, retando a nuestro cerebro mientras nuestro cuerpo se purifica, para luego llegar al éxtasis. Pero, para lograr un buen estiércol, hay que engrasar nuestra maquinaria, dándole un sin número de comidas que servirán de gasolina. Tal vez el mejor combustible para lograr con éxito el acto es la cocina mexicana junto al agua no embotellada de Angola.
Jamás se debe que contemplar la obra que se ha realizado, pese a que existen quienes ponen nombre a su boñiga e incluso hasta la presumen con sus amigos. Muchas personas se preguntan cómo es posible que alguien soporte el olor al estar tanto tiempo en el baño. Muy simple. Para el que excreta su olor no es un problema. Es más, para algunos, incluso, es hasta un hedor agradable que recién se transforma en insoportable al mezclarlo con esos aerosoles con aromas tan estúpidos como “brisa de campo” o “aire de la montaña”.
Es necesario  mencionar cual es su liturgia antes de terminar: 
Buscar un sitio para evacuar, sirven váteres, detrás de un pino en el campo, o un campo de golf, dónde para mi, particularmente me produce mayor deleite; bajarse los pantalones; apuntar con el ano a la taza, retrete, váter,...; apretar con esmero el músculo ; balancearse de lado a lado si se padece estreñimiento; esperar a que salgan los frutos maduros de nuestras entrañas; limpiarse el culo con papel higiénico o con una hoja del campo; subirse los calzones; subirse los pantalones y tirar de la cadena o enterrar el moñigo en la arena.




miércoles, 2 de marzo de 2011

LOS CABRONES DE MIS SUEGROS


Era Domingo a mediodía. El sucio parabrisas de mi viejo coche amortiguaba ligeramente el sol. La calefacción resollaba asmática y solo proporcionaba cierto alivio contra el implacable frío. Me sudaban las manos, las nalgas y los pies. Escupí un par de veces mientras me limpiaba los labios con el torso de la mano tratando de apartar el horrible sabor a vómito de mi basta boca. Me encendí un cigarrillo con la facilidad  de  los fumadores principiantes, pero apenas pude sostenerlo entre mis agrietados labios. El pitillo me cayó dos veces y la llama del encendedor abrasó mi granulada nariz. Estaba tremendamente nervioso. Habíamos quedado para almorzar en casa de los padres de Jacinta. Los hombres sienten un gran temor por conocer a su ‘suegro’. Temía, como pasa en las películas cómicas, que su padre, extremadamente celoso, analizara todas mis miradas, especialmente aquellas que hablan de deseo carnal por su hija. Apareció Jacinta por el portal de su casa, hermosa, radiante, cautivadora. Vestía un sugerente top que a duras penas sostenía unos desproporcionados pechos que dejaban al descubierto un velludo ombligo perdido entre flácidos michelines. Ataviada con minifalda, lucía unas sensuales medias de rejilla. Parecía un redondo de ternera. Su burdo maquillaje dantescamente dibujado con macrobrocha para ojos, pretendía simular el trazado del ojo de los papiros egipcios. 
-“¿Voy bien?"- preguntó besándome la mejilla. -“Estás espléndida”- respondí mientras mi pequeño amigo intrainguinal empezaba a despertarse al admirar sus curvas. Subió al coche e iniciamos la marcha. Apenas 10 minutos nos separaban de aquella infernal cita. Llegamos puntuales.
Saturnino, el padre de Jacinta, abrió la puerta. Vestía un mugriento chándal de color vistoso, reflectante, como los chalecos de los basureros.
“¡¡Buenas tardes, cabrones!!” saludó enérgicamente mientras se acomodaba el paquete testicular. Besó a su hija y me miró fijamente, escrutándome. Se acercó y me abrazó. “ Bienvenido a nuestra humilde morada, Anastasio. Ya teníamos ganas de conocerte “. Pude oler el tufo de sudor fresco mezclado con el dulzor nauseabundo del anís.-“ Pasemos al salón”- sugirió con voz siniestra. 
Saturnino me pasó un brazo por los hombros y sonriendo satisfecho me susurró al oído-” Así que tu eres el maricón que se tira a mi hija…bien, bien...”. Apenas pude articular palabra. No por su jocoso comentario, sino por su molesto y hediondo aliento.
Sentada en el sofá yacía Anacleta, la madre de Jacinta. Estaba ejercitándose con uno libro para colorear. Absorta, se hurgaba la nariz con regocijo. Su rostro se deformaba aún más de placer cuando conseguía pescar alguna de las inmundicias que poblaban su mugrienta cavidad nasal.
-“ Mamá! Ya estamos aquí!! ”- gritó Jacinta tal mercader de zoco. Anacleta se levantó del sofá y abrazó a su hija. “Este es Anastasio, mamá”. -“Que feo es, hija…”- murmuró aquella grotesca mujer mientras me saludaba con su rezumada mano. Sin duda aquella desgraciada no se había mirado al espejo.
Nos sentamos a la mesa. Tras un repugnante aperitivo a base de patatas rancias, canapés con moho y aceitunas podridas, Anacleta sirvió la sopa de tropezones. La cara de Saturnino se iluminó tal semáforo en ámbar y se abalanzó sobre el plato como un indómito depredador. Aquella criatura tenía hambre de perro. Sorbió la sopa como un poseso, sin pronunciar palabra, golpeando el vaso con los cubiertos tal compositor en plena inspiración musical. Que estampa más miserable. No pude evitar el estúpido parpadeo frenético que acompañan los tópicos de la sorpresa. Probé la sopa. Sabía a bazofia, a puerto, a metales pesados. Aquel caldo estaba guarnido con trozos de chorizo, limones, pelos rizados, serrín, brocas de taladro,  y un sinfín de inimaginables complementos gastronómicos. Excusándome en una reciente gastroenteritis, opté, en una decisión atinada, por no acabármela. Aquel Domingo se estaba convirtiendo en una espeluznante pesadilla. 
Saturnino se levantó para servir el segundo plato. Anacleta aprovechó su breve ausencia para escupir dentro de la copa de su marido las infectas expectoraciones de su cruel resfriado.
Me estaba mareando. 
El padre de Jacinta apareció con el pollo adobado. Lo sirvió con sus zarrapastrosas manos en el mismo plato de la sopa. Anacleta se abalanzó sobre él tal cachalote atacando un banco de anchoas. Engullía sin desmenuzar, como una alimaña surgida de las tinieblas. Con las manos llenas de grasa, chupaba astutamente hasta el último hueso, para terminar limpiándose las manos en el mantel. El sudor bajaba a chorros de su papada hacia su profundo y arrugado escote. Nadie osaba hablar. Todos zampaban. Los latidos de mi corazón aumentaron dando retumbos como si quisiese salir de mi pecho con un solo latido. Ver el horrible efecto de sus masticaciones al unísono, me provocaba náuseas. De repente noté como un deforme y maloliente pie acariciaba mi zona escrotal. Entendí que Jacinta, avergonzada de lo que allí estaba sucediendo, quería confortarme. Le sonreí en un guiño forzado, agradeciéndole el gesto.
Jacinta se levantó para traer el pastel. Un estremecedor espasmo recorrió mi seboso cuerpo al tiempo que empezaba a sudar: el pie seguía allí, en mi pubis, juguetando con mis glándulas testiculares. La cabeza me daba vueltas, prolegómeno de la crisis de vértigo que tanto había padecido en situaciones de estrés. Agarré un tenedor, y tal torero estocando al astado, hinqué con todas mis fuerzas el cubierto contra el foráneo y amorfo pie. Un grito, un atronador rugido, como el bramido de una bestia a la que están degollando, rompió el silencio del salón. Era el cabrón de Anacleto que dolorido, se frotaba el pie mutilado. Llegó Jacinta con la tarta, sonriendo, dando groseros lengüetazos al pastel como un sucio perro famélico. La vista se me empezó a nublar. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Se me escapó un sollozo de angustia y me desvanecí.
Desperté aturdido 3 horas después. Acostada en mi cama aguardaba Jacinta. Me besó la mejilla y susurró: -" Hola cariño. ¿Quieres un trozo de pastel?".








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