La
lánguida luz del fanal que custodia la lóbrega esquina, intenta medrosamente
abrirse paso a través de unos escabiosos y deshilados visillos, hasta el
interior de la alcoba de este grotesco motel en el que he acabado refugiándome
para pasar la noche.
Una
claridad todavía embrionaria empieza a pigmentar el cielo, desnudo de nubes,
con la rosácea transparencia que precede a un día luminoso, acerba diacronía de
la tenebrosidad dónde me encuentro sumido.
Mi
boca, salpicada de esperma, tumefacta, supurando cárdeno flujo ulcerado,
me duele horriblemente.
Abrazado
a mis rodillas junto a la ventana, tal estúpida quinceañera melancólica, dejo
transcurrir, consternado, las largas horas de la madrugada. Percibo con nitidez
los jadeos del viejo burdel que el sigilo noctívago distorsiona dotándoles de
propiedades perturbadoras y significados sicalípticos.
Me
siento mancillado, sucio, denigrado.
Registro
los harapientos bolsillos de mis pantalones, y de entre un kleenex petrificado,
tomo las dos grageas de ácido lisérgico con las que aquél toxicómano pagó mi
servicio, una nauseabunda felación callejera, mi única forma de conseguir
ingresos estas últimas semanas.
Encojo
los hombros en conformista disposición, y con un sorbo de brandy, tomado de la
sabulosa botella de cristal que reposa junto al camastro, engullo ambas dosis
en cuyas minúsculas caras llevan esculpidas una tétrica representación del
gazapo del Playboy.
Llevo
a cabo la ingestión de las píldoras psicotrópicas discurriendo que, dadas las
circunstancias, son lo más parecido a un ágape.
Me
dispongo a esperar que el estupefaciente produzca efecto.
Durante
casi una hora no percibo sensación alguna, nada que invierta este millonésimo y
estruendoso zumbido en el cerebro que me injuria y se burla de mi condición de
meretriz, pero al poco comienzo a percibir un zarandeo en la cabeza,
advirtiendo como el suelo y la pared en la que gravito se licuan como manteca
caliente.
Mi
inconexión con la realidad y la sensación de bienestar postergan mis
sufrimientos.
Me
siento ingrávido, liviano, vaporoso, aguachinado en un éxtasis de sosiego e
invulnerabilidad, como si hubiera retornado al útero maternal, que me cobija
estuoso y protector.
Escucho
vociferar al gres y a las paredes emitir perniciosas risas que terminan en expectoración.
Creo
que soy un afamado actor, dipsómano de sexo, barbitúricos, excesos y glamour.
Sudo purpurina. Cabalgo sobre centenares de unicornios de inenarrables
coloraciones que unas veces relinchan con lasciva seducción y otras salmodian
en centenares dialectos distintos, pero perfectamente inteligibles.
Oigo
vítores, ovaciones, lisonjas.
Cientos,
miles de Playmobils,
de matices cambiantes, que al intentar beber derraman el aguardiente por su
espalda, corean mi nombre.
Me
emociono por el apego que se hace palpable en el cómplice destello de miles de
ojos linóleos que me acarician, envolviéndome por un amor casto y lumínico.
Las
risas forman palabras, y éstas canciones. Todos cantamos. Lo hacemos en hebreo,
sin conocer su significado. El caos, el dislate, surrealista y placentero,
espasmo primigenio, es ensalzado en su sentido inmanente.
Mi
cabeza es puro vahído, una espiral de aprecio en pura ascensión.
Intento
ejecutar el célebre giro de David Bisbal. Parezco María
Jiménez.
Los
pequeños títeres de plástico se ríen de nuevo con fuerza, la expresión más
armoniosa de la felicidad. Carcajeo con ellos en suprema comunión.
El
brandy empieza también a realizar su efecto. Percibo cierta destemplanza
intestinal. Mi estómago se remueve ahora con furia, dolor en las vísceras,
músculos y ligamentos en tensión.
Acompañado por la legión de juguetes de
plástico, con temblores que desestabilizan mi
artificioso caminar, me
dirijo al aseo.
Apoyo mis velludos apoyaderos en el retrate y procedo a
constreñir con desvelo el punto caliente de mi vientre, mientras mis nuevos
amiguitos, amenizan el sórdido momento tocando una bella melodía con
el xilófono.
Tras hercúleo esfuerzo logro expeler una hez gigantesca,
soberbia, mayestática, un titánico sedimento sanbernardiano. Una
auténtica obra de arte, un primoroso zurullo de al menos cuarenta centímetros
de émbolo terroso, de pulido virtuoso, inaudita legumbre de mis vísceras. Atónito
advierto cómo el perfecto mojón se desliza por el talud de porcelana, elegante,
etéreo, seráfico. Oigo cómo las polímeras marionetas vitorean de nuevo mi
nombre.
-¡TÓ-MA-LO!
¡ TÓ-MA-LO!- gritan presos por la enajenación, por la autocracia de los
contrarios a ordenar el caos.
Sin
dudarlo un instante, tomo el zurullo con frenesí, con entusiasmo, cautivo por la pasión.