miércoles, 19 de febrero de 2014

PILATES

Todo el mundo habla del Pilates y de sus beneficios, pero ¿ Qué cojones es?, ¿ Cómo diantres funciona ?, y sobre todo, ¿ Para qué coño sirve ?.
En el  pedagógico post de hoy, intentaré  responder a estos interrogantes, procurando desgranar cómo se puede aprovechar este mastuerzo método que cada vez tiene más adeptos.
El método Pilates, o simplemente Pilates, es un apasionante sistema de adiestramiento físico y mental concebido por  Joseph Hubertus Pilates, último descendiente conocido del palaciego linaje Poncio Pilates, célebre verdugo de Jesucristo, quien lo urdió basándose en el conocimiento de distintas disciplinas como la gimnasia, la traumatología o el yoga, adquiridos al rebozarse en la piscina de pelotas que un reconocido tabuco hamburguesil de pitanza nauseabunda dispone para la diversión infantil.
Este saludable conjunto de ejercicios, exentos de elegancia, dónde la mancuernas, los espeluznantes instrumentos de musculación, las torturadoras bicicletas estáticas y demás artilugios de exudación sádica son reemplazados por afrancesados listones o cintas de gimnasia, barriles circenses y pueriles balones de dimensiones astrolitas, ejercita cuerpo y mente, uniendo el dinamismo y el brío muscular con el gobierno mental, la respiración y la relajación.
Su principal objetivo no es la quema de calorías, sino robustecer la musculatura y aumentar el control, fuerza y flexibilidad de nuestro cuerpo, aunque, como todo ejercicio anaeróbico, supone un aumento en el gasto energético y, por tanto, también contribuye a mantener un peso equilibrado.
Los seis principios esenciales de este sugestivo método son control, concentración, fluidez, precisión, respiración y centro. Precisamente, con este último fundamento el Pilates hace referencia al abdomen, concebido como eje de fuerza.
El abdomen, conocido también en el argot ascético como mansión del poder, ejerce como centro de gravedad del cuerpo, junto con los músculos de la pelvis, lumbares, de cadera y de glúteos.
Se trabajan desde los músculos más recónditos hasta los tendones más epidérmicos. 
La rutina de ejercicios se basa en movimientos tardos, suaves, amariconados, con escasas repeticiones, pero de aritmética precisión, muy exigentes y perfeccionistas, que desgraciadamente, requieren de esfuerzo. En ellos se trabajan ángulos anatómicos y palancas fisiológicas concretas, y se deben realizar siempre, excepto en patologías asmáticas, al compás de la respiración, estando totalmente concentrado en los hiperflexos movimientos que se realizan.
Si bien a través de la combinación de las tradiciones oriental y occidental, Pilates consiguió crear una turbadora tabla de más de 500 ejercicios, la versión más extendida es el Pilates con balón o fitball.
El balón, de titánicas dimensiones, proporciona una base inestable, veleidosa e insegura y permite que más de un grupo muscular se active a la vez. El cerebro y los músculos se activan para concentrarse en el equilibrio mientras se realiza el ejercicio.
Al tener que hinchar a pleno pulmón el macrobalón, se aumenta exponencialmente la capacidad respiratoria y la eficacia del oxígeno.
Colocando  la pelota debajo del abdomen y deslizándonos cual hámster de jaula hasta que ésta esté debajo de rodillas o espinillas, estimularemos los músculos estabilizadores pélvicos, escudo protector de la columna vertebral.
Acomodándonos sobre el balón y deslizándonos gilipollescamente hasta que éste quede bajo la parte inferior de la espalda, tonificaremos los músculos de hombro y el cartílago omóplato.
Son estrambóticos movimientos de bajo impacto y no es necesario piruetear ni recrearse, por lo tanto no se corre riesgo alguno de lesiones medulares.
Sentándonos sobre el esférico con los pies separados a la altura de los hombros y contrayendo los músculos del estómago, eliminaremos esos molestos gases intestinales y estimularemos la velluda región glútea, evitando dolores de espalda y facilitando el movimiento de caderas.
Estirándonos en el suelo con los brazos en posición relajada, colocando los pies sobre el balón, de manera que éste esté debajo de las pantorrillas, conseguiremos la alineación correcta de la columna, evitando que la espalda se arquee.
Es indudable pues que esta fascinante disciplina desarrolla la fuerza lumbar y abdominal, mejorando la flexibilidad y amplitud de movimiento, aliviando dolores espaldares, ayudando a identificar sensaciones de tensión y relajación, y por supuesto, fomenta el vínculo con el balón de látex, estableciendo con él una conexión mística, un lazo empíreo y amartelado.

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miércoles, 12 de febrero de 2014

VOYERSIMO

A través de la ventana advierto cómo la resplandeciente tarde que ha caldeado la hastiada jornada es trocada en un anochecer fundente tras los espigados edificios. 
Se han encendido ya las farolas. Por la calles la parejas deambulan subyugadas al desorden hormonal, agarradas de la mano, sorbiendo a grandes tragos el fino licor de la noche. 
En la acera, un nutrido grupo de grotescas octogenarias sentadas en sus sillas de esparto improvisan su particular Sálvame Deluxe.
Los restaurantes y tabernas, a lo largo de la avenida, son un fragoroso hervidero de conversaciones y tintineos de copas y ebrios abrazos entre desconocidos. Un decrépito joven provisto de un flamante mp3 camina con altanería, sorteando cuantas mesas encuentra a su paso, creyéndose célebre interprete de un videoclip.
La punzante voz de los borrachos se impone al resto de sonidos, incluso al estruendo de los cláxones de los impacientes vehículos y la nerviosa aceleración de sus motores al arrancar en los semáforos. En una esquina, toca una pedestre y espontánea charanga. Junto a ellos la gente baila sin saber y sin importarle qué, y mucho menos cómo.
Ni el vapor capitoso del bullicio ávido de  algarabía, ni el vaivén, la confusión o la pública animación del paseo bastan para arrancarme de mi hondo ensimismamiento. 
Escondido con astucia tras los visillos, tomo los prismáticos, dispuesto a espiar, por enésima vez, a mis nuevos vecinos.
Siento la imperiosa y furtiva necesidad de penetrar en sus vidas, participar en sus carnales apetitos impostergables, suplantarlos en sus acciones, enmendar sus defectos, entablar con ellos mudo diálogo que haga menos salvaje mi soledad.
No aguardo mucho tiempo  para advertir con mis binoculares como él se desploma con pereza en la cama y con las manos extendidas requiere a su amada. Ella lo mira golosa, vacilando entre ocuparse del consomé hirviendo en los fogones y el lúbrico placer que le promete su concubino. Sin dudarlo, se echa sobre su hombre, encima del lecho de látex, dejándose llevar por la nigromancia del fornicio nocturno.
Moviéndose al unísono, se denudan con exasperante lentitud. Él, instintivamente, se lleva las bragas a la nariz, inhalándolas con virulencia. No es gordo, pero su barriga, velluda, es formada por lorzas rollizas.
Diviso con las lentes de mi catalejo cómo sus manos se buscan, se entrelazan sus dedos y se funden con voracidad en un beso salvaje. Exploran sus encías, el lomo de sus muelas, sus dientes, sus paladares. Sus lenguas comienzan a explorar los surcos perdidos de sus cuerpos.
El juego, las caricias melódicas, cada vez son más lentas y suaves. Dilatan el tiempo, haciendo perdurar aquel momento. Me excito al contemplar el movimiento de aquellos cuerpos en íntima comunicación. Percibo cómo se pone envarado mi miembro.
Con desazón observo como ella succiona su enorme falo enhiesto. Lo manosea con cuidado, con cariño, como se acaricia a un animal recién nacido. Él la corresponde rebajándose a la altura de sus caderas para recurrir al manido cunilinguo, enfrentándose a la hedionda y velluda alimaña púbica.
Me aúno a la ajena bacanal, magreando mi pene cual cubilete de parchís antes de lanzar el dado.
Se vuelven a besar, probando, sorbiendo, lamiendo, intercambiando saliva. Ahora ambos se mueven con los ojos cerrados, dejándose llevar en su vagabundeo por el crepitar de la carne ardiente, por la suavidad invasora de la marea de los olores. Movimiento arenoso del deseo, ruido monótono y pausado de su ardor como el de las dunas asediadas por la penumbra que arrastran la brisa y la luna. Susurrando, suspirando, la urgencia va en aumento. Llega por fin el alivio cuando él se tumba boca arriba, con las manos en las caderas desnudas de su amada, los labios en sus erectos pezones. Observo cómo aquella hembra cabalga sobre él con los ojos sellados, mordiéndose el labio inferior y jadeando a medida que él la penetra hasta el fondo, cada vez más deprisa. Mi callosa mano sigue espoleando mi falo, estimulándolo con vehemencia. Son minutos eternos de excitación. Advierto cómo el femenil cuerpo se pone rígido y se contrae al llegar al clímax, abandonándose a su propio orgasmo inmediatamente después, eyaculando posteriormente yo.

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miércoles, 5 de febrero de 2014

MI PRIMER HIJO

Permanezco jadeante en el sofá, la cabeza vuelta hacia la ventana, y la mano y mi glande relucientes de fluido varonil y lechosos grumos. 
Las rítmicas maniobras de la felatómana de la pantalla del portátil han acelerado mi enésimo ejercicio onanista.
Las calles están  irradiadas por el estéril resplandor de unas farolas purpúreas y azafranadas, suspendidas en la oscuridad, que almacenan con abulia heces y orines caninos.
Observo abstraído  mi miembro laxo, vencido, domesticado. Oigo el aire sisear entre mis alvéolos revestidos de nicotina y carcinoma.
De repente el salón se ilumina, como si lo fotografiaran con nervioso flash, al desplomarse un relámpago que secciona el lóbrego cielo en dos.
El viento comienza a soplar, intensificando el susurro de las hojas,  y las primeras gotas de lluvia tamborilean sobre la ventana.
El súbito zumbido del teléfono, descargando su zozobra a través de prolongados y escalofriantes tonos, me despierta del narcótico desazón en el que me hallo sumido.
Con hipnótica apatía me dirijo hacia la carcomida mesita de madera, dejando a mi paso una estela de gotas de esperma.
- Anastasio. Soy yo, Jacinta…- susurra la voz al otro lado del aparato.
Oprimo con fuerza el auricular y miro incrédulo el viejo reloj de madera y bronce remachado con torpeza contra la pared. Las tres y media de la madrugada.
Seis meses sin saber de Jacinta tras nuestra quiebra sentimental. Su llamada me aturde.
- ¿ Qué coño quieres, zorra ?- replico contrariado.
Anastasio…Estoy de parto…He roto aguas y las contracciones son cada vez más seguidas- murmura llevándose el puño a la boca para reprimir un sollozo.
¡ Enhorabuena, puta ¡. Ya puedes ir pidiendo cita al médico para que castre a tu hijo no vaya a heredar los genes de su madre, ¡¡¡ promiscua ramera!!!-.
- Tasio, cariño…No lo has entendido…El bebé es tuyo. Tú eres su padre…- objeta en un alarde de comedimiento y conciliación.
- Pero...¿ Qué cojones estás diciendo ?- vocifero estriando mi grotesco rostro en actitud de incredulidad.
El niño…El niño es tuyo. Vas a ser papá… ¡ Necesito que vengas cuanto antes! -ordena dejando caer el teléfono al suelo y llevándose la mano al vientre.
Aprieto los dientes, advirtiendo cómo mi atocinado cuerpo se empapa de gélido sudor. Diviso con claridad moléculas ondulando a mi alrededor. Hiperventilo. Las arrugas de preocupación de las comisuras de mi boca y frente se acentúan.
Pero no hay tiempo de dilaciones ni de estériles remordimientos. Me enfundo el chándal y las bermejas deportivas y con perita habilidad, hurto la bicicleta del vástago de mi vecino, encadenada en la barandilla del rellano.
Apenas 95 minutos bajo ciclópeo aguacero me separan del estudio de Jacinta.
Empapado, entro en su apartamento y la descubro derribada sobre la cama, desnuda, pitillo en la boca, mórbida, obesa, acariciándose su gestante barriga, gimiendo como posesa gorrina. Percibo la sordidez gangosa que la rodea. Letrina maloliente, deshechos putrefactos esparcidos por toda la habitación cual hongos venenosos brotando en la podredumbre obscena del infierno.
- Ya estás aquí, gracias a Dios- susurra Jacinta apretando los molares para combatir otra oleada de dolor.
-Tenemos que ir al hospital. He venido en bicicleta...Espero que eso no sea un inconveniente- propongo visiblemente histérico.
-No hay tiempo para eso. Las contracciones son más frecuentes. Tendré que parir aquí...- abronca presa de un jadeo felino.
Sin dudarlo, arremango las mangas de mi chándal, tomo un par de toallas bituminosas, y tal y como había aprendido en aquellos documentales de la 2 sobre el maravilloso parto de las hienas, empiezo a lamer su vagina, hidratando con esmero el orificio de salida.
- ¿ Qué coño haces, depravado ?- recrimina enojada. - ¡ Tienes que mirar con el dedo si el cuello uterino está dilatado! .-
Asintiendo sin mediar palabra, escupo generosamente sobre mi dedo corazón y penetro su cavidad vaginal. Secreciones acuosas, extensión uterina, virutas de pepino probables restos de una autoestimulación casera, pero ni rastro del bebé.
Procedo a introducir mi mano por su velludo felpudo. Con rotatorios movimientos de muñeca descubro la ausencia del retoño.
Lo intento ahora con todo mi brazo. Lo empotro hasta el duodeno. Al no hallar indicios prosigo hasta el páncreas. Allí palpo lo que parecen ser los pies del bebé, suaves, tiernos, delicados.
- Anastasio... ¿ Va todo bien?- murmura Jacinta al percibir la preocupación en mi rostro.
- El bebé...Ya ha descendido, pero está en posición inversa cefálica. Tendrás que parir por vía rectal...- afirmo con rotunda seguridad.
Seco con apego las gotas de sudor que perlan su marchita frente. Me inclino sobre ella y la beso.
- Un último esfuerzo, cariño. A la de tres, aprieta con todas tus fuerzas como si fueras a cagar. Un, dos tres...-




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miércoles, 29 de enero de 2014

HARTO

Estoy harto.
Estoy harto de esta dictadura travestida de democracia.
Estoy harto de esta antediluviana recua de desmañados que afirman gobernarnos. 
Estoy ahíto de  estos mentecatos con ínfulas fascistoides en lo social y sin rumbo lógico pero sí ideológico en lo económico, que apoltronados en púlpitos, altarejos y juzgados ejecutan retrógradas medidas que mutilan aquello que tanto nos costó: la conquista del progreso.
Estoy hastiado por el desempleo, indómito jinete del Apocalipsis, que nos está zambullendo en una indigencia no vista desde la posguerra.
Cabreado con las autopistas sin coches. Colérico por los flamantes aeropuertos, yermos decorados de cartón piedra sin aviones,  que exhiben estatuas honrando al fachoso promotor, enojado por los despilfarros sin culpables.
Estoy harto del rescate a la banca, del griego que Grecia hace con el euro, de la prima de riesgo, de los improcedentes recortes, de los leoninos desahucios.
Cabreado con la ley del aborto, enésima medida de retroceso inaceptable, empachado de toxicómanos, fulanas y adúlteros, adalides de la prensa rosa.
Estoy harto de sufragar los emolumentos de una monarquía caduca y desvencijada. Harto de la troika, de la 'moderación' salarial, de la 'movilidad exterior', del copago sanitario, de las indemnizaciones en diferido, de la evasión de capitales de las grandes corporaciones que imploraron la reforma laboral, de la hija celíaca del propietario de Mercadona.
Hastiado de que, bajo patrias banderas, se monopolice el pensamiento. Estoy harto de adargas, de porras, de cargas policiales, de que los garrotes sometan a las palabras. 
Indignado por el tráfico de influencias, por la contabilidad furtiva, por el latrocinio de guante blanco del peculio público, por las nirvanas fiscales y por la jubilación anticipada con sazonadas prestaciones.
Estoy harto. Harto de los que están hartos. Harto de los hartos cabreados con los que están hartos.
Los mentecatos, las cabezas de turco, somos nosotros,  los ciudadanos. Adolecemos de coraje, de espíritu francés. Incluso, de dos dedos de frente. 
¡ Por favor !.
En este país hay problemas más importantes:




miércoles, 22 de enero de 2014

LA REBELIÓN DE LOS CARNICEROS

Año 2.575.
Con  la mirada perdida hacia la ambarina laguna, que esta mañana centellea con una espectral luminiscencia expedida por un sol perversamente garfioso, reposo tras toda la noche de ímproba huída a través del desangelado páramo de nogales convertidos en leña.
Quietud. Calma. No percibo señal alguna de persecución, ningún zarandeo de pisadas, ninguna voz. Tras tres días desde el hurto de la tajada de carne, he logrado despistarlos.
Con trémulo pulso, vigilando el macuto dónde escondo la carnadura sustraída, empuño mi punzante daga y con precisión parkinsoniana la inyecto en mi velludo ano. Con radiales y desgarradores movimientos consigo extraer el chip de localización que aquellos cabrones me engarzaron por vía rectal.
El inhóspito paisaje,  henchido de solfataras y pozas de lodos hirvientes, cuyas protuberancias bulbosas, lóbregas al pie, se aureolan en cumbres nevadas con un vago fulgor de penumbra, alcanza un grado tan aterrador como bucólico.
Jodida máquina del tiempo.
La humanidad ha degenerado en el caos, a pesar del pétreo progreso tecnológico. La estructura de la sociedad es semejante al feudalismo. Excluyendo a patricios, milicianos y presbíteros, la penuria es extrema. Es el cesarismo de los carniceros, la dictadura de los charcuteros, la tropelía de los matarifes, desolladores que han tomado el control absoluto en una vesania de horror.
Una sañuda pandemia de gonorrea prácticamente ha aniquilado la humanidad. Los supervivientes somos perseguidos despiadadamente por los profesionales en la cisura de carne.
Sólo subsistimos unos pocos, los elegidos tal vez. Subsistimos usurpando de los desolladeros solomillos y filetes, los bienes más preciados, escasos y cotizados, empleados como unidades monetarias.
Las mujeres son velludas, vigorosas y tienen nuez. Los machos menstruamos. No existe contacto coital entre varones y hembras. Sólo feroz contienda por apoderarse de una triza de carne.
Estoy  exánime, pero debo proseguir.
Reemprendo la marcha con el birrete de esparto enfundado en la sien, el zurrón centinela del entrecot  y los tropiezos de la premura rasguñándome las rodillas.
El galope de unos unicornios indómitos colma de polvo el aire con estrépito semejante al que hace una botella cuando se descorcha.
Camino dirección a la colina que custodia el océano, mi única vía de escape, mi última opción para sobrevivir.
Impulsado por un miedo cegado, irracional, que me obliga a vigilar por encima del hombro cada pocos pasos, confío en llegar al mar antes del crepúsculo.
Las nubes que comenzaron a estilizarse ofreciendo perfiles fálicos, vuelven a aborregarse.
Nadie me sigue en apariencia, sin embargo, de una manera instintiva, más allá de cualquier raciocinio, percibo la presencia de mi perseguidor, husmeando mi rastro, acosándome sin tregua, codicioso por recuperar la carne usurpada, ávido por descuartizarme.
Piso por fin piso senda trazada por la mano del hombre. El hedor aquí es nauseabundo. Las moscas acuden en turba devorando los trozos de carne desgarrada de los cadáveres colgados en los árboles. Las macabras cabezas de los desahuciados que se arquean implorantes hacia el cielo, son engullidas por bermejos parásitos famélicos de carroña.
El suelo está teñido de rojo y las ciénagas de sangre se convierten en arroyos que, movidos por el declive de la pendiente, manan hacia la laguna.
Los carniceros lo arrasaron todo a su paso y ningún humano pudo escapar de sus diabólicas garras.
Me detengo a orinar, dejando mi diminuto pene al aire libre.
Craso error, descuido de principiante. El hedor a churrasco de mi falo alerta a los carniceros de mi presencia.
La tierra se resquebraja, detonando en medio de la combustión del purgatorio, liberando gases herrumbres. Los chuchillos chirrían como un fúnebre coro de voces guturales devorador de cuantos seres encuentra a su paso.
Cientos de grotescos charcuteros emergen del atezado y tenebroso lodo terrestre, y ascienden como leviatanes alados rodeados por una tétrica nube crepuscular. Los cuerpos talludos y desproporcionados de los matarifes, recortan el cielo con siniestra amenaza, arremolinándose en una horda sedienta de sangre, rodeándome como a una presa cercada.
Un fibroso carnicero avanza hacia mí, agitando su cuchillo en un siniestro frenesí.
Advierto en sus ojos el odio, la rabia, la venganza. Anhela rescatar la rebanada de ternera.
Empuña el machete con perversa sonrisa. Con paso firme se dirige hacia mí.
Es la lóbrega imagen del juicio final. Qué discutible honor el mío. Asistir al colofón de la humanidad.
Tomo el trozo de carne para morir como un héroe, adalid de la causa…
-¡ Libertad !-.




miércoles, 15 de enero de 2014

PÚSTULA NASAL

El gentío del subterráneo me engulle desdeñoso y distraído, pululando con prisas en todas direcciones.
El violento temblor del andén y las chispas de los rieles anuncian la llegada del convoy metropolitano.
Atestiguo la ausencia del típico pérfido aficionado a lanzar al distraído viajero a las vías, y subo al metro trenzando bravía pelea por un lugar.
En él  hallo fuego, barahúnda putrefacta, calor.
Vesicantes bebés llorando a pleno pulmón. Mantecosos provincianos engullendo como si no hubiera mañana pálidos y tumefactos sándwiches de chorizo. Rostros de jornaleros agarrados a los asideros que escupen contra los vidrios del vagón. Posturas absurdas para intentar dormir. Grotescos ejemplares de la especie anciana con talones que simulan cojera al subir. Escuadrones de carteristas rumanos acechando a su próxima víctima. 
Un universitario, venidero desempleado de lardosas rastafarías, se apresura para subir al metro con esa gilipollez que caracteriza a quiénes corren con mochila.
Las mugrientas puertas de fierro del vagón se cierran y el metro inicia su marcha.
Escruto con esmero al gentío.
Escudriño la frente de la prieta muchedumbre. Observo embelesado las  gotas de sudor peregrinando por sus rostros, abrazando las imperfecciones de sus caras; marcas de acné, vellosidades, verrugas hepáticas, cutáneos forúnculos enquistados. Hombres de sotabarbas sin afeitar que, sin pudor, desvelan sus gustos culinarios por el aroma de su aliento, ajenos a la traición de su alquimia intestinal. Hirsutas hembras de sebáceos cabellos emanando hediondez a ácidos gástricos, menstruación evadiéndose por sus poros.
Frente a la ventana, un barbilampiño y atezado paquistaní ofrece al rollizo ejecutivo de azabachado traje un ramo de rosas.
-No gracias. Ya he follado- rechaza con altanería.
Tras ellos, un homínido politoxicómano blasfema contra el mobiliario del suburbano esbozando con spray un indescifrable graffiti.
Huelo el caos, la anarquía, la zafiedad.
El hedor agrio, macerado e hiriente de las axilas de esta caterva humana revela el sofoco que han pasado. Percibo como los sobacos, mostrados al levantar los brazos para asirse y no perder el equilibrio, están colmados de vello cuajado, atestados de sudación, ponzoñosas podagras de agua color ambarino que acumulan restos de su dermis, de la bazofia orgánica hacinada en su cuerpo a lo largo del día.
Bajo la cabeza y descubro las uñas de sus pies, grotescas estructuras turgentes, enlutadas, húmedas y malformadas que brotan desde unos dedos deformes, impuros, sucios, tóxicos.
Es la saturnal de la incorrección, la vorágine de la vulgaridad, la autocracia del desprecio a las normas escritas, escenario propicio para extirpar la costra intranasal que tanto me ha incomodado estos últimos días.
Sin reparos, penetro con el dedo índice la zurda hendidura nasal, hasta que consigo palpar el singular híbrido entre hidropesía y espinilla. La costra, caliente e hirsuta, palpita por la inflamación.
Intento, con la uña sin podar, desraizar la postilla, rasguñando el absceso hasta dejar el conducto en carne viva, exponiendo la epidermis nasal al ataque de agentes patógenos.
Sangra mi hocico. El dolor hace lagrimear mis ojos, contrayendo mi bolsa escrotal.
El nódulo gibaforme, vesícula de líquido al tacto, se está resistiendo.
Lo intento de nuevo aplicando vigorosa presión con los improvisados alicates formados por índice y pulgar. Consigo tocar la sesera de la corteza pustular, asida todavía en la pared medial de la nariz, pero fracaso en la tentativa.
Lívido de rabia y exangüe de agonía, calibro la posibilidad de abandonar tan desgarradora empresa.
Pero los rostros de los viajeros me observan en silencio, alentándome, exhortando a no desfallecer en  mi propósito.
Me aventuro ahora con el dedo corazón con astutos movimientos radiales. Percibo como el cartílago se deforma, adquiriendo cóncava estructura, permitiéndome maniobrar con mayor fluidez.
Es mi oportunidad. Tal vez la única.
Incrusto la uña en la cepa del forúnculo y con raudo movimiento vertical consigo arrancar la costra nasal.
Entre los pomposos vítores y ovaciones de los  pasajeros, procedo, cómo no, a su ingesta.





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