Entramos en la mancebía. Se hizo un mutismo sepulcral. Cortesanas y usuarios quedaron paralizados en un rictus de espanto y de horror al divisarnos. Nos acomodaron en la barra. Pedimos dos batidos de chocolate con nata. Sonaba el “Guantanamera”. Aquel antro de fornicio nocturno rezumaba sexo y feromonas por sus paredes pintadas de color carmesí. Una carcajada, rápidamente reprimida, se escapó de las fauces de una de las cortesanas, mientras dirigía una fugaz mirada de aprobación a otra de las prostitutas, al tiempo que sentenciaba en voz baja : ” ¡Es verdad, tienen cara de rata!”.
Hablamos. Charlamos. Conversamos durante horas. Le narré las congénitas habilidades que atesoraba con la plastelina. Relaté ficticios sucesos que supuestamente había vivido en misiones humanitarias en Zimbabwe. Mentí acerca del origen de las cicatrices cefálicas de las pedradas que de niño había recibido.
Jacinta asentía con leves gemidos y la mirada incrustada en la pústula verrugosa que colgaba de mi ojo izquierdo, sin dejar de mordisquearse el labio inferior. La estaba conquistando. Mi meticulosa estrategia estaba dando sus frutos.
El camarero se acercó con un plato de tapas.“Esta ración de tapas la paga el caballero del fondo” matizó. Giré la cabeza. Un hirsuto obeso me saludaba con su copa alzada. Estaba riéndose con regocijo. Esbocé una leve sonrisa y asentí con la cabeza, agradeciéndole el gesto. ¡Maldito cabrón!. Las tapas eran una generosa ración de cáscaras de cacahuetes, piel de plátano, huesos de aceitunas y espinas de pescado. Un destellante flash, me llamó la atención. Uno de los clientes nos estaba haciendo fotos como si de grotescos animales de espectáculo circense se tratara.
Cogidos de la mano tal estúpidos quinceañeros encaprichados, salimos del local. Contemplamos el cielo preñado de estrellas. Paseamos por una obra abandonada. Eructamos burdamente provocando esas risitas nerviosas de los enamorados. Destrozamos papeleras, retrovisores de automóvil y cuanto mobiliario urbano se entrometió en nuestro camino. El amor había surgido entre nosotros.
Me muero por saber a que olía su fétido aliento...El beso tuvo que ser cuanto menos de sabor amonical...Un verdaderro placer en este valle anfetamínico que nos ha tocado vivir...espero su tercera parte. Salut
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